La desvergüenza

miércoles, 28 de marzo de 2012 · 21:55
MÉXICO, D.F. (Proceso).- Desde que el juego de las elecciones se instaló en el espacio público de los medios de comunicación asistimos al espectáculo de la esquizofrenia mexicana. Cuando abrimos un periódico, miramos una edición de noticias en la TV o escuchamos un noticiario radiofónico, dos universos absolutamente distintos nos saltan a los ojos: el horror del país y la frivolidad de la contienda electoral. En medio de ellos, el cuerpo maltrecho, destrozado, enfermo y abandonado de México que contempla aterrado y silencioso lo intolerable, un México que ha vuelto a perder la palabra frente al destino que la criminalidad y los partidos políticos le han construido. El cuerpo de México –que se expresa a través de las víctimas en su condición de “vida desnuda”, es decir, de vida, semejante a la de un animal, reducida por el Estado a no tener protección ni justicia frente al crimen– se parece a muchas de las esculturas de Javier Marín: cuerpos mutilados que yacen tirados y ya no elevan hacia el cielo más que una mirada de asombrosa y dolorosa extrañeza: “emblemas –diría Giorgio Agamben al referirse a las figuras de las ánimas del purgatorio tiradas en las calles de Nápoles– de una tortura más terrible que las llamas”. Esa esquizofrenia carece de vergüenza, esa experiencia del alma que es el preludio del arrepentimiento y de la enmienda. Los criminales no la conocen; nuestros políticos la perdieron. Lo más terrible es que la misma izquierda perredista –metida, como los otros partidos, en el lamentable espectáculo de arrebatarse, como delincuentes, los puestos políticos– la olvidó también. Ni siquiera recuerdan que Marx tenía una profunda confianza en la fuerza de la vergüenza. A la objeción de que “con la vergüenza no se hacen revoluciones”, Agamben responde que “la vergüenza es ya una revolución” porque, dice Marx, es “una especie de rabia que se vuelve contra uno mismo”. A esa conciencia de Marx, que el perredismo desconoce –quizá ni siquiera ha leído a Marx– y que se refiere a la “vergüenza nacional”, es decir, a la vergüenza que debe afectar a cada una de las naciones que están oprimidas y reducidas a la esclavitud, hay que agregar otra más profunda, la de Primo Levi, quien vivió y dio uno de los testimonios más profundos y terribles de Auschwitz: “la vergüenza de ser hombres”; la vergüenza, escribe Agamben, que sólo pudo aparecer “frente a los campos de exterminio nazi”. Nuestros políticos deberían sentir vergüenza de esa realidad semejante a la de esos campos que hemos dejado instalarse en nuestro país, la vergüenza de sentir que nos esté ocurriendo esto que jamás debió haber ocurrido y que nos ensucia de una manera inhumana e intolerable a todos. Existimos, sin embargo, muchos que sí la tenemos. Y al igual que nos avergüenza este dolor que, por todos los medios que están en consonancia con la ética, tratamos de disminuir, nos avergüenza también la esquizofrenia que nos presentan los medios de comunicación donde, junto al dolor y la emergencia nacional, se exalta, sin recato alguno, la vulgaridad de las campañas electorales y de los rostros de los candidatos que con esa sonrisa ridícula, por su aparente seguridad, pretenden hacernos creer que nada sucede en el país, que sólo ellos –dioses y diosas del Olimpo en el que reinan– importan porque son más grandes que cualquier dolor, y que los ciudadanos tenemos que inclinarnos ante ellos en las urnas. Se trata de la vergüenza que provoca la procacidad con la que, al igual que los delincuentes, hacen del poder y del dinero la única razón de su vivir y del vivir. Esa lógica esquizofrénica, que día con día le cierra la salida a los ciudadanos, no es otra cosa, dice Agamben, que el motor interno de la economía y del poder en su fase actual. Vivimos en realidad bajo la lógica de un estado de excepción, es decir, de un Estado sin vergüenza que requiere, en su esquizofrenia y contra las leyes, que los criminales sigan asesinando, secuestrando y extorsionando impunemente, que los políticos se comporten cínicamente, y que mayores sectores de la población vivan privados en los hechos de cualquier derecho político, es decir, reducidos a la pura desnudez de su vida, en un estado de absoluto terror e indefensión. Sólo así los partidos y sus aspirantes seguirán haciendo lo que ya han hecho del Estado, un modo de vida, una manera de conservar, en la desvergüenza, el imperio de su miseria moral, una manera de hacer que México habite en la más profunda de las esquizofrenias. El cuerpo doliente de la nación ya ni siquiera tiene la esperanza que tuvo ese dolido y asombrado personaje de El proceso de Kafka, Josef K.: el consuelo de que, después de que las cuchillas de los verdugos atravesaran su carne inocente, le sobreviviría la vergüenza, la vergüenza de los hombres. Sólo la vergüenza de ser hombre en un mundo así nos permite, dice lúcidamente Agamben, romper en nuestro interior cualquier vínculo con esa forma del poder político; sólo esa vergüenza puede nutrir la salud de la mente y ser, como lo quería Marx, el principio de una revolución que verdaderamente nos dignifique y nos sane. Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a todos los presos de la APPO, hacerle juicio político a Ulises Ruiz, cambiar la estrategia de seguridad y resarcir a las víctimas de la guerra de Calderón.

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