Audiencias sobre trabajo sexual
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- La semana pasada terminaron las cuatro audiencias que la Asamblea Legislativa de la Ciudad de México organizó en relación con el trabajo sexual. Los temas fueron “Trabajo sexual y derechos laborales”, “Trabajo sexual y trata”, “Trabajo sexual y discriminación” y “Trabajo sexual y salud”. Uno de los objetivos de dichas audiencias era conocer la opinión de diversos sectores en relación con una posible reformulación de la ley, ya que en enero de hace dos años (2014) una jueza ordenó a la Asamblea Legislativa derogar el artículo 24, fracción VII, de la Ley de Cultura Cívica del Distrito Federal, publicada en 2004, que tipifica como “falta administrativa” el trabajo de las personas que se dedican al trabajo sexual.
Nada fáciles fueron las audiencias, ya que las feministas que venimos reflexionando y debatiendo sobre el comercio sexual lo hacemos desde perspectivas opuestas: unas argumentan que la venta de servicios sexuales debería ser prohibida o abolida, y otras pensamos que debería ser regulada. En las audiencias se expresaron esas dos posturas y, como era de esperarse, ninguna convenció a la otra. Mientras tanto, las propias trabajadoras reclamaron que se reconozcan legalmente ciertas formas de organización del trabajo sexual que no son lenocinio. Aunque en México el trabajo sexual voluntario y ejercido por mayores de edad no es delito, las trabajadoras sexuales no pueden rentar un local y administrarlo como negocio. El “mercado del sexo” está prohibido, aunque es una realidad controlada por ciertas mafias.
La filósofa Debra Satz valúa el comercio sexual analizando las relaciones políticas y sociales que respalda, y registra los efectos que tal transacción produce en las mujeres y los hombres, en las normas sociales y en el significado que imprime en las relaciones entre ambos. De ahí su preocupación ética y política por el comercio sexual, al que califica de “mercado nocivo”, pues tiene más posibilidades de producir más desigualdad que otro tipo de transacción. Por ejemplo, el mercado de las verduras resulta mucho más inocuo y no es comparable con el del comercio sexual, que sí refuerza una pauta de desigualdad sexista, y contribuye a la percepción de las mujeres como objetos sexuales. También en otros mercados de servicios personales, como el del trabajo doméstico con empleadas del hogar, se llevan a cabo transacciones con consecuencias negativas para las relaciones de género.
Sin embargo, aunque Satz encuentra que los mercados nocivos tienen efectos importantes en quiénes somos y en el tipo de sociedad que desarrollamos, considera que no siempre la mejor respuesta es prohibirlos. Al contrario, las prohibiciones pueden llegar a intensificar los problemas que condujeron a que se condenara tal mercado. En ese sentido ella reconoce que es menos peligrosa la prostitución legal y regulada que la ilegal y clandestina, pues esta aumenta la vulnerabilidad y los riesgos de salud, tanto para las trabajadoras como para los clientes. Por eso, respecto del comercio sexual existen consideraciones fundamentales a favor de una política de regulación que permita organizarse legalmente a quienes requieren ese trabajo, además de otro tipo de consideraciones, como las que se hicieron en la mesa de salud, que se engarzan con la necesidad de una política de salubridad pública.
Para Satz, la mejor manera de acabar con un mercado nocivo es modificar el contexto en que surgió, o sea, con una mejor redistribución de la riqueza, más derechos y oportunidades laborales. Como lo que impulsa a las trabajadoras sexuales de la calle a dedicarse a tal actividad suele ser una fuerte necesidad económica, prohibirla sin garantizarles un ingreso similar les quita su “tablita de salvación”. Si no se resuelven las circunstancias socioeconómicas que las llevan a tal labor, prohibir o erradicar el comercio sexual las hundiría o marginaría aún más.
Yo asistí a tres de las cuatro audiencias y comprobé la tensión entre ambas posturas. Además presencié el enojo de las trabajadoras sexuales frente a las neoabolicionistas, que insisten en calificarlas de “mujeres en situación de prostitución” y se resisten a llamarlas “trabajadoras”. Las personas que plantean acabar con “la prostitución” parten del convencimiento de que el mercado del sexo produce resultados dañinos al alentar relaciones humillantes de subordinación.
Resulta muy complicado debatir así sobre el tema, sin tomar en cuenta el contexto concreto que viven las personas que se dedican al trabajo sexual. Esto es lo que Richard Hare, un filósofo inglés que trabajó sobre las valoraciones morales desde la racionalidad, define como fanatismo: “La actitud de quienes persiguen la afirmación de los propios principios morales dejando que éstos prevalezcan sobre los intereses reales de las personas de carne y hueso”.
Indudablemente el contexto de quienes se dedican al trabajo sexual es uno de desigualdad, con usos y costumbres que producen relaciones discriminatorias totalmente objetables, pero el reconocimiento laboral que las propias trabajadoras sexuales exigen es una mediación en vista de la precariedad, desempleo y bajos salarios que existen. Además, no hay que olvidar que las prohibiciones y restricciones al trabajo sexual van contra la libertad constitucional de quienes se dedican a esa labor.