De nuevo, la enfermedad y el poder
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- En al menos tres ocasiones he abordado en Proceso la relación entre la enfermedad y el ejercicio del poder. No cualquier enfermedad, sino aquella que altera el sistema nervioso central e impide ejercer un cargo público, así como decidir racionalmente lo que es mejor para el interés público.
Ahora, sin embargo, es la primera vez que veo un caso autoincriminatorio, manifestado sin el menor rubor y sin consecuencia alguna, el ejemplo claro de que la corrupción y la impunidad gozan en el país de cabal salud. Me refiero al doctor Antonio de la Peña, miembro de El Colegio Nacional y fallido aspirante a rector de la UNAM, quien fue director adjunto de Ciencias del Conacyt y en los últimos seis años dirigió el Centro de Investigación en Matemáticas en Guanajuato, de donde acaba de salir hace un par de meses, cuando literalmente ya no podía articular un discurso ni practicar un mínimo ejercicio racional del servicio público.
En un texto publicado en la revista Ciencia y cultura (http://www.revistac2.com/vivir-con-parkinson/), el doctor De la Peña da cuenta de sus impedimentos físicos y mentales para desarrollar cualquier labor, más aún la que entraña toma de decisiones de afectación colectiva. Su texto lo dice todo: “Vivir con Parkinson” (una enfermedad crónico-degenerativa del sistema nervioso central que no tiene cura y termina por inutilizar a quien la padece, razón por la cual obviamente el paciente está impedido de ejercer cargos de responsabilidad por sus alteraciones cognitivas, que pueden incluir demencia).
“Mis frecuentes insomnios –escribió De la Peña– iban creciendo, hasta el punto de cambiar la noche por el día. Mi cara de Muppet era prueba objetiva del cansancio. Dormitaba entre sesión y sesión, o entre presentación y presentación (de candidatos a directores en la Junta de Gobierno, de mis estudiantes o colegas en los congresos” […]. Se refiere a la Junta de Gobierno de la UNAM, de la que extrañamente formaba parte con la silenciosa complicidad de todos).
Peor todavía, De la Peña confiesa en esa pieza académica: “actualmente no soy invitado a casi ningún congreso internacional (‘si está enfermo, no vendrá’, ‘para qué molestarlo’, ‘si no vino el año pasado, menos éste’, supongo que decían los bien intencionados adivinos, organizadores de los congresos). Así, en años recientes sólo asisto a los congresos que yo mismo organizo (es un decir, doy instrucciones para que se organicen, esa es una de las ventajas de ser director). Esto tiene ventajas evidentes: siendo los congresos en casa, viajo menos, y siendo de mi propio interés, pues… me son más interesantes. Pero este asunto me deprime. Probablemente, es lo único que me deprime”.
También revela que fue con los seguros médicos –que sólo los altos funcionaros tienen– como pudo pagar una intervención muy costosa: la BDS (terapia de estimulación cerebral profunda). Y dice: “Remarco aquí que el DBS no cura el Parkinson, sólo elimina algunos de los molestos síntomas; pero dejemos que el cerebro nos engañe un poco”.
Hoy Antonio de la Peña está en una fase terminal, lo que es una pena para él y los suyos. Pero nadie se cuestiona cómo pudo sobrevivir en altos cargos de la burocracia académica si neurológicamente estaba impedido para ello. No sobra decir que el estrés de esos cargos en modo alguno es una terapia de primera elección para atenuar los síntomas del mal de Parkinson, sino justo al contrario.
Este caso es un ejemplo de la afectación del interés público, contraria al uso inteligente de los recursos de la sociedad, por la enfermedad de un servidor público que la divulga con el mayor desparpajo. Pagar un remedio provisional a un miembro de la burocracia que se halla en condiciones de incapacidad confesa genera al pueblo costos altísimos, cuando la lógica mínima aconseja que una persona con tal padecimiento no puede –no debe– desempeñar un cargo público, por la simple y sencilla razón de que éste se encuentra por encima de sus posibilidades físicas y mentales.
El caso del doctor De la Peña debe generar un precedente, de tal suerte que quienes lleguen a posiciones públicas sean personas con las aptitudes físicas y mentales adecuadas para ejercer un trabajo con cargo al erario. El aspirante debe someterse a un conjunto de exámenes físicos y mentales por una unidad médica de alta especialidad independiente del gobierno.
Ciertamente existen múltiples enfermedades que pueden coexistir con el desempeño adecuado de un trabajo de alta responsabilidad, pero no es lo que pasó con Antonio de la Peña y el fallecido Rafael Tovar y de Teresa, quien hasta el último minuto de su vida no reveló que tenía cáncer terminal; antes bien, mintió semanas antes de su muerte cuando afirmó que de salud estaba “perfecto”. Y éstos sólo son dos ejemplos de muchos otros.
¿Cómo se puede justificar la designación de servidores públicos con enfermedades terminales o que les impiden cumplir con las atribuciones que la ley les confiere? En México no debe seguir sin legislarse sobre el tema, que cada vez ofrece más muestras de lo absurdo del comportamiento de quienes designan o permiten la continuidad en sus cargos de personas en condiciones de salud no aptas para el servicio público. Mucho menos debe permitirse que funcionarios en esa situación acepten lo que saben que no pueden cumplir. Claro, el que paga siempre es el pueblo. Los ciudadanos somos los que, al final del día, menos importamos en este México de la simulación como subcultura política. Hay que cambiar eso ya.
@evillanuevamx
ernestovillanueva@hushmail.com
Este análisis se publicó en la edición 2112 de la revista Proceso del 23 de abril de 2017.