Independencias

domingo, 15 de septiembre de 2019 · 10:10
1519 Decimos “quemar las naves” cuando nos referimos a un acto de independencia que deja atrás los amarres con el pasado y se encamina a las playas del libre y, por ello, incierto futuro. En realidad, Hernán Cortés no las incendió, sino que las hundió; hoy incluso un equipo de arqueólogos marinos sigue buscándolas. Pero el acto de rebelión de Cortés contra sus superiores, Diego Velázquez en Cuba, quien sólo le ha dado la tarea de sacar oro de las tierras mexicanas y no de establecerse en ellas, tiene un fundamento que hoy llamaríamos, por lo menos, autónomo. Como desertor de la carrera de leyes y escribano, Cortés funda su propia independencia del intermediario del rey de España con base en Las siete partidas de Alfonso X, El Sabio. Cortés realiza una elección entre sus hombres para legitimar su poder, de acuerdo a lo que establecen unas leyes escritas a mediados del siglo XIII, herederas castellanas del derecho Justiniano. Esa elección es la primera y le permite tener como alcaldes a su amigo Alonso Hernández Portocarrero –el primero en tener como pareja a Malinzin– y a Francisco de Montejo, quien traiciona a Diego Velázquez. Como nuevo oficial de justicia y capitán general, Cortés manda arrestar a sus cuatro opositores que insisten en que no existe una orden real para fundar la Villa Rica de la Veracruz. De esa elección emerge la ruptura con lo hecho durante 27 años por los españoles en el Caribe: servir sólo para extraer mercancías y aniquilar a los taínos. Leyendo Las siete partidas de Alfonso El Sabio encuentro, por ejemplo, una definición de “patria” que establece como derecho del “pueblo” –“ayuntamiento de gentes y de la forma de la tierra que se allegan”– defenderse de toda deshonra o fuerza “que se quiera hacer contra él”. Leo una idea de soberanía que permite entender por qué Cortés no obedece sólo a la orden de recabar oro para el quinto real, sino que se asienta en lo que hoy es México porque existe un derecho “procomunal”; es decir, del pueblo anteriormente establecido, cuyas costumbres, si no hay razón para ello, deben persistir, protegidas por las leyes. Sólo así se explica por qué Cortés toma al náhuatl como la lengua oficial de este nuevo reino, calca la estructura de tributación y construye las iglesias sobre los templos de las ciudades indígenas. Las siete partidas también explican cómo, si no hay alguien que herede el poder, se debe llamar a elecciones para legitimarlo y cómo debe impartirse la justicia: “Y decimos que todos los jueces deben ayudar a la libertad, que es amiga de la naturaleza, a la que aman no sólo los hombres, sino también los animales. La servidumbre es aborrecida por los hombres y la vive, no sólo el siervo, sino aquel que no es libre de ir del lugar donde mora a otro. Decimos que ninguno debe enriquecerse torticeramente con el daño de otro”. 1794 Cuenta Artemio del Valle Arizpe que fue el historiador Ignacio Borunda quien le dio la idea a Fray Servando: la Virgen de Guadalupe no se había pintado en la manta de Juan Diego, sino en la fina capa de Quetzalcóatl, que no era otro que el apóstol Santo Tomás, llegado a la Nueva España mucho antes que los mismos marineros de Cristóbal Colón. Al escuchar eso de labios de Fray Servando en el sermón a la Virgen de 1794, el virrey Revillagigedo se entusiasmó: había aquí evidencia de que los pueblos indígenas eran cristianos desde antes, por lo que ya nada se les debía a los españoles. Se juntaban así el culto al dios-rey Quetzalcóatl, los apóstoles diseminados por el mundo para anunciar la “buena nueva” y la madre-collage Guadalupe-Tonantzin. Escribe Fray Servando: “¿Pero de dónde se infiere que esté pintada Nuestra Señora en la capa de Santo Tomás? Deduzco que dedicó aquí la antigua a María Santísima, apoyándome en la alegoría de la Cuatlicue que refiere Torquemada. Dice que en la sierra de Minyo junto a la antigua Tula hubo una mujer que siempre estaba en el templo donde un día vio venir de lo alto una como pelota de plumas que introduciéndosela en el vientre concibió a su dios Huitzlopochtli, y que esta mujer era madre de estas gentes en especial de los senchonhuitznáhuac, y se llamaba Coyolxauqui, y Cuatlicue. ¿Entendéis señores la alegoría?”. Aunque Becerra Tanco asegura que estuvo en Tula donde por haber encontrado antiquísima pintura y tradición intergiversables que aun conservado el apelativo de gemelo; y así los palacios magníficos que en la metáfora de Quezalcohua, dice Torquemada, tenía en la contigua sierra no son sino la iglesia, cuyos vestigios permanecen todavía en la pequeña fuente en que bautizaba, y que denominó a la sierra Minyo, palabra otomí que significa agua del coyote, símbolo de Santo Tomás por su habilidad y los gritos de su predicación. Tenía pues consigo en aquel templo a María Santísima de Guadalupe, que se representa impregnada y en realidad de lo alto según la parábola, “sin que os deba hacer fuerza el nombre del dios Huitzlopochtli, pues es lo mismo que señor de la espina en el costado”. En realidad, la teoría del guadalupanismo 10 siglos anterior a su aparición a Juan Diego, no negaba el milagro, sino que le quitaba sustento político. Lo dice mejor el propio Fray Servando en una carta: “Mucho menos puede invocarse como título para justificar la opresión la predicación evangélica. España siempre ha carecido de título justo y si se concede que alguna vez lo tuvo, los excesos cometidos por los conquistadores y los colonos y la mala fe de los gobernantes lo ha invalidado. Lo que yo dije es que América no es más pecadora que el resto del mundo y que hasta sus confines llegó el plan de redención”. 1864 Cuenta Guillermo Prieto que ese año en que la Patria era el carruaje de Benito Juárez, se acercó a unos campesinos que juntaban leña a altas horas de la noche para preguntarles qué tramaban. Uno de los campesinos le respondió: –Mañana es El Grito, señor. ¿No se lo dice su corazón? Juárez y sus cansados nómadas habían vivido los últimos meses en la furia de los días y habían olvidado el festejo. Al día siguiente, en esa misma ranchería de Coahuila, Juárez mandó poner una mesa cubierta por un sarape –a manera de bandera, escribe Prieto– y, a la luz de los cirios traídos de la iglesia, se da la ceremonia que conmemora el levantamiento de Hidalgo contra la Corona española. Guillermo Prieto recobra un fragmento de lo que dijo, como orador, ante unos campesinos que habían hecho de la independencia un ritual genuino de convicción nacional: –La Patria es sentirnos dueños de nuestros cielos y nuestros campos. La Patria es que la tierra nos duela como carne y que el sol nos alumbre como si trajera en sus rayos nuestros nombres y el de nuestros padres. En su largo recorrido por el país, Juárez se había dado cuenta de esa Patria, que no es formal o siquiera trascendente, sino material. La había visto en la señora que fue a entregar a su propio hijo que había desertado del ejército republicano, diciéndole a Melchor Ocampo que lo perdonara por su inmadurez y lo readmitiera en la causa, así fuera en la última batalla. También lo atestiguó en los miles que querían darle la mano en señal de apoyo y de ese anciano ciego de Parral, que tras estrechársela, dijo: –Esto es mejor que volver a ver. El triunfo de la República sobre el Imperio de Maximiliano giró de nuevo la idea de Patria en la mente de Juárez: ahora, Europa debía seguir a México. “Como creo que el progreso es una condición de la humanidad, espero que el porvenir sea, necesariamente, de la democracia. Cada día tengo más fe en que las instituciones republicanas de nuestra América se hagan extensivas a los pueblos de Europa que aún conservan, a pesar suyo, monarcas y aristócratas”. 2019 Pensando en una Patria que corre desde la pluma de Alfonso El Sabio hasta las cartas de Benito Juárez, bamboleo entre imaginarla, no tanto como la hidra que todo devora, sino también, a veces, como el mural que lo integra todo. La utopía mexicana ha sido siempre la integración de sus muchos excluidos: del altar barroco que hizo convivir a santos con serpientes emplumadas al muralismo que puso uno al lado del otro a conquistadores y conquistados, Zapata con Díaz, Frida con La Muerte. Anterior a todo, a veces, se materializa; otras, se evapora. A veces, es un bobo tronido de pólvora. Otras, el fuego nuevo. Esta columna se publicó el 8 de septiembre de 2019 en la edición 2236 de la revista Proceso

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