Marta Lamas

Alaíde Foppa: 40 años

La desaparición de Alaíde es una herida abierta que comparten y sufren varios cientos de miles de familiares y amigos de personas igualmente desaparecidas en nuestro continente. Una forma de hacer justicia es preservar y difundir la memoria de las víctimas de ese horror totalitario.
sábado, 26 de diciembre de 2020 · 13:22

Alaíde Foppa escribía poesía y hacía crítica de arte al mismo tiempo que aportaba al avance del feminismo con su escritura, sus programas de radio y sus clases en la UNAM. Hace 40 años, el 19 de diciembre de 1980, integrantes del ejército del gobierno guatemalteco de Romeo Lucas García la secuestraron, torturaron y desaparecieron.

Una filtración de esos soldados reveló que Alaíde había sido llevada a la casa del ministro del Interior, Donaldo Álvarez Ruiz, donde, luego de ser torturada, falleció. Todavía hoy, pese a las gestiones de la Fundación Alaíde Foppa –que dirige su hijo Julio Solórzano– no se han encontrado sus restos.

Alaíde llegó exiliada a México con su marido, Alfonso Solórzano, después del golpe de Estado contra Jacobo Árbenz en 1954. Aquí construyó una rica vida intelectual, con un gran compromiso político con Guatemala, mismo que impulsó a tres de sus cinco hijos a luchar contra la injusticia social entrando a la guerrilla: Silvia, la médica; Mario, el sociólogo y Juan Pablo, el más pequeño.

En 1980 la noticia de la muerte en combate de Juan Pablo la afectó profundamente, y también a su marido, quien muy deprimido cruzó imprudentemente Insurgentes y murió atropellado por un autobús. Alaíde llevaba rato queriendo cambiar de vida, y el casi suicidio de Alfonso le permitió tomar ciertas decisiones para profundizar su compromiso con la lucha en la que participaban tres de sus hijos.

Aunque desde hacía tiempo ella era activista de la Agrupación Internacional de Mujeres contra la Represión (Aimur) y de Amnistía Internacional, en una reunión en Nicaragua con los sandinistas se comprometió a viajar por Europa dando conferencias y consiguiendo recursos para la guerrilla guatemalteca. Esa fue, probablemente, la razón por la cual la secuestraron, torturaron y desaparecieron.

Cuando en diciembre de 1980 salió de la Ciudad de México a pasar el fin de año con su madre, doña Julia Falla, de noventa y pico años, se sentía protegida porque un cuñado suyo era ministro del gobierno.

En agosto de ese año ella había viajado a la ciudad de Guatemala a llevar las cenizas de Alfonso y la recibió ese hermano de su marido. ¿Cómo iba ella a imaginar en el segundo viaje que su vida estaba en riesgo? Pero al llegar a la casa materna en Guatemala, Alaíde recibió una llamada de su hijo Mario, que estaba clandestino en la guerrilla, conminándola a que se asilara en la embajada de México. Ella no calibró lo urgente y grave de su situación y decidió pasar antes al mercado, donde la interceptaron y secuestraron junto con su chofer, Leocadio Actún Shiroy.

Su desaparición causó conmoción entre sus múltiples amistades, aquí y en Europa: escritores, artistas y figuras políticas. Elena Poniatowska, José Luis Balcárcel, Mario Monteforte Toledo y Luis Cardoza y Aragón hicieron llamados al gobierno de López Portillo para que intercediera por la vida de la escritora. Un grupo formado por Jorge Carpizo, Gastón García Cantú, Leopoldo Zea, Juan José Bremer y Socorro Díaz hizo la valiente oferta de volar a Guatemala para presionar a las autoridades.

Sin embargo, a mediados de 1981 llegó una confirmación oficiosa de su atroz muerte en la casa del ministro del Interior. Años después, el juez Fernando Grande-Marlaska, de la Audiencia Nacional de España, giró una orden de aprehensión contra Donaldo Álvarez como responsable directo de la muerte de miles de guatemaltecos.

A Alaíde la “desaparecen” no sólo por la información que pudiera dar sobre sus hijos guerrilleros entonces todavía vivos –Silvia y Mario–, sino principalmente por la amenaza que significaba tenerla trabajando activamente por la causa. Una muestra de lo que hubiera sido su trabajo la dieron los varios “comités por la vida de Alaíde Foppa” que surgieron en París, Buenos Aires, Roma, Nueva York y otras ciudades, que se manifestaron frente a la embajada guatemalteca de cada país. Así, la desaparición de Alaíde cumplió en parte lo que ella quería lograr: que cientos de miles de personas cobraran conciencia de la dramática situación que se vivía en Guatemala.

Hoy, la organización guerrillera en la que perdieron la vida Juan Pablo y Mario, y en la que militó Silvia, inició el camino de la legalidad democrática y es un actor político en la reconstrucción democrática de Guatemala. De sus cinco dedos de la mano, como llamó a sus hijos, quedan tres: Silvia, la médica que asumió el feminismo que apasionó a su madre; Laura, la bailarina que echó raíces en Ecuador; y Julio, el cantante y productor cultural que circula por todas partes impulsando la memoria de su madre.

La desaparición de Alaíde es una herida abierta que comparten y sufren varios cientos de miles de familiares y amigos de personas igualmente desaparecidas en nuestro continente. Una forma de hacer justicia es preservar y difundir la memoria de las víctimas de ese horror totalitario.

La UNAM le ha puesto el nombre de Alaíde Foppa a la biblioteca que se encuentra en el Centro Cultural Universitario Tlatelolco, la primera de tipo comunitario que hace con la colaboración institucional del Fondo de Cultura Económica (FCE) con el objetivo de promover una cultura de la paz entre las y los lectores más jóvenes. A Alaíde le habría encantado este homenaje póstumo.

Este texto forma parte del número 2303 de la edición impresa de Proceso, publicado el 20 de diciembre de 2020 y cuya versión digitalizada puedes adquirir aquí

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