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La narrativa del poder

Al igual que sus antecesores –Calderón y Peña Nieto–, a los que tanto desprecia, López Obrador utiliza la misma narrativa del poder para abdicar de su tarea como jefe de Estado y justificar el horror.
lunes, 22 de agosto de 2022 · 11:14

Para Rossana Reguillo y Enrique Díaz Álvarez

CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).–En el libro de los Proverbios hay una afirmación que como poeta siempre me ha asombrado por lo que revela de la palabra, lo más propio del ser humano: “La vida y la muerte están en poder de la lengua, del uso que de ella hagas tal será el fruto”. La palabra, a la vez que puede sanar, formar, iluminar, hacer crecer, puede también destruir: una palabra con intención de dañar tiene la capacidad, decía Georges Steiner, de “destrozar una identidad humana con mayor rapidez que el hambre”: es un crimen que prefigura la muerte. La palabra puede también servir para borrar franjas enteras de la realidad. En la era mediática no hay mentira que no sea capaz de presentarse como verdad ni violencia, por más espantosa que sea, que no encuentre justificación en la palabra. El poder es maestro de ambos usos negativos de ella. Los insultos, las descalificaciones, la incitación al odio, con la que todas las mañanas López Obrador se expresa, es ejemplo de lo primero; la forma en que minimiza la violencia y el sufrimiento de las víctimas es ejemplo de lo segundo.

Al igual que sus antecesores –Calderón y Peña Nieto–, a los que tanto desprecia, López Obrador utiliza la misma narrativa del poder para abdicar de su tarea como jefe de Estado y justificar el horror. A no ser por sus respectivos estilos, su narración es la misma. No hay diferencia de fondo entre el “se están matando entre ellos” de Calderón, el “ya supérenlo” de Peña Nieto y el “hay gobernabilidad, hay estabilidad, y al mismo tiempo hay un interés de nuestros adversarios los conservadores de magnificar las cosas, de hacer periodismo amarillista, sensacionalista”, que López Obrador escupió a la cara de la nación el pasado lunes 15 de agosto frente a la descomunal ola de violencia terrorista que el crimen organizado protagonizó en Jalisco, Guanajuato, Chihuahua y Baja California.

Como sus antecesores, como cualquiera de quienes, sean del partido que sean, gobiernan en los estados del país, López Obrador pretende con su narrativa ocultar varias cosas. Por un lado, su incapacidad para enfrentar la violencia o su colusión con el crimen organizado. Por otro, la verdadera y espantosa realidad no sólo de estos recientes crímenes que, como el de los jesuitas en la sierra Tarahumara, acaecidos hace menos de un mes, lograron superar por un momento el parloteo mediático, sino, además de los casi 130 mil asesinados y más de 20 mil ­desaparecidos durante su gobierno, los de sus antecesores, que juntos frisan la inimaginable cifra de más de 400 mil y más de cerca de 100 mil, respectivamente. Las víctimas, lo repito y lo seguiré repitiendo, no son deudas de gobierno, sino de Estado.

Al igual que sus antecesores, al igual que quienes buscan sustituirlo desde Morena o desde la oposición, López Obrador cumple a cabalidad con el adagio popular que define la política de nuestro país: “El arte de tragar mierda sin hacer gestos”. El problema es que no sólo, como ellos, quiere hacérsela tragar a la nación entera, sino que, a diferencia suya, ha logrado que una buena parte la paladee como si el horror y el dolor no existieran más que en el imaginario de una oposición tan criminal como la de Morena.

El estilo con el que López Obrador ejerce su narrativa –y esto es lo que la vuelve más espeluznante–, tiene algo que no tienen las otras: la capacidad paradójica de incitar cada mañana a la violencia y, al mismo tiempo, de ocultar y justificar sus consecuencias. Su estilo le permite disfrazar lo que en Goebbels era una cínica sentencia, que el mismo López Obrador gusta citar como parte de su narrativa para desviar la responsabilidad que le corresponde en el horror a sus adversarios: “Una mentira repetida 100 veces se vuelve verdad”. Le permite también hacer efectiva otra de Stalin: “Un muerto es una tragedia; 1 millón, una estadística”, es decir, una abstracción que, de tan impensable y desprovista del peso de la realidad, es fácilmente olvidable. A fuerza de minimizar el horror y el sufrimiento; a fuerza de distraer a la prensa cada mañana con el insulto a sus adversarios y llevarla bovinamente a saltar de un lugar a otro según la banalidad de sus ocurrencias, la narrativa de López Obrador apuesta cada día, si no por el olvido del horror y el sufrimiento, al menos por empequeñecerlo.

Este nostálgico del pasado piensa paradójicamente con la lógica –“neoliberal” la llamaría él– de un marketing influencer. Mediante ella publicita una transformación cuya única realidad es la destrucción que su discurso oculta.

Más allá de esa narrativa, que ahora amenaza con extender a los fines de semana, ni el país ni la supuesta transformación que impulsa, existen. Si algo podría definirla es ese cartel que circula en las redes sociales y que emerge, al lado de las narrativas de las víctimas, como la única verdad: “Esto no es un país, es una fosa común con himno nacional”, un infierno administrado por criminales cada vez más perversos y solidarios de la tortura, el terror, la extorsión y la muerte. Al paso que vamos, sin capacidad de resistencia ni de establecer límites al mal, este gobierno penitencial, que hoy gobierna López Obrador como un dios impotente y perverso, se volverá una norma imposible de revertir.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los LeBarón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México.

Este análisis forma parte del número 2390 de la edición impresa de Proceso, publicado el 21 de agosto de 2022, cuya edición digital puede adquirir en este enlace.

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