Al escribir el colofón del libro El amor, el sufrimiento y la muerte (Proceso 1989), Julio Scherer García evocó dos intensos pasajes de la vida de Enrique Maza: primero, cuando fue capellán de los condenados a muerte en un par de prisiones estadunidenses; luego, como el moribundo que rechazó los santos óleos. Temas como los que dieron título a ese volumen eran comunes en las conversaciones cotidianas entre Maza y Scherer.
MÉXICO, DF (Proceso).- Por decisión propia vivió Enrique Maza en las cárceles de Cleveland y Kansas City allá por los años de 1962 y 1963. Capellán de los condenados a muerte, recuerda hasta en los detalles a dos asesinos de mujeres, un blanco y un negro. El blanco se resistía al encuentro con su destino implacable y entre gritos y jadeos era arrastrado por sus verdugos. El negro avanzaba con una triste música en los pies. Contoneaba el cuerpo con desgano y sus labios morados se distendían en una mueca resignada. Maza los vio morir tras una mirilla impenetrable al sonido. Fulminados por el rayo y el veneno, uno en la silla eléctrica y otro en la cámara de gases, expiraron bañados en sus heces.
En aquella época, cuestionada la pena capital en los tribunales de los Estados Unidos, hubo reos que salvaron la piel en el último minuto. Víctimas de la incertidumbre a lo largo de procesos extenuantes, perturbada su inteligencia, trastornado hasta el sexo, acabaron a merced de sus fantasmas. Sin puntos de apoyo, ajenos al amor que une a los hombres con un lazo que en verdad ata, vivían sin aprender a vivir y apelaban a la muerte sin la decisión de buscarla. Sus días eran círculos cada día más estrechos que alguna vez, a fuerza de oír y hacerse oír, el sacerdote lograba penetrar.
Tiempo después, Maza sintió la muerte como se siente la noche que se viene encima. Ahogado en sangre por una úlcera perforada, escuchó a un cura que se aprestaba a confesarlo y solícito le ofrecía los santos óleos. En la camilla, moribundo, rechazó los auxilios de emergencia. No creía en la comunicación directa con Dios. El hombre se comunica con el hombre o pierde el habla, enseña desde siempre en su ministerio rebelde.
El cinco de noviembre de 1985, en una pequeña capilla de la ciudad de México, celebró sus bodas de plata como sacerdote de la Compañía de Jesús. De cara a sus invitados, dedicó el sermón al amigo fiel, que no tiene precio, y habló del perdón, sal de la tierra. Explicó que no desciende el perdón de los dioses ni los poderosos, porque el perdón es un vocablo del amor. “Perdona el que ama”, dijo. Y agregó, seguro de sus palabras: “Perdonar es seguir amando”.