El doctor Mukwege, una esperanza en medio de la barbarie

sábado, 20 de octubre de 2018 · 10:22
Desde su clínica en la región de Kivu del Sur, República Democrática del Congo, el médico Denis Mukwege –recién galardonado con el Premio Nobel de la Paz– no sólo sana los cuerpos de mujeres brutalmente violadas y mutiladas; atiende también sus heridas psicológicas y les devuelve la dignidad. Ardua es su labor en un país donde las milicias utilizan los abusos sexuales como armas de guerra y donde los intereses de las multinacionales se imponen con sangre y terror: en la región abunda el coltán, mineral que se usa en la microelectrónica, las telecomunicaciones y la industria aeroespacial. Por ello, “cada llamada hecha con un celular lleva el estigma de una violación”. PARÍS (Proceso).- “Recuerdo una niña nacida de una violación a quien me tocó operar porque a su vez acababa de ser violada. Si nada se hace para cambiar la situación, pues volverá a ser violada… varias veces. No entiendo cómo el mundo puede seguir siendo indiferente a lo que pasa en nuestro país. Uno deja de ser humano si no vive en carne propia el sufrimiento del otro”, asentó el doctor Denis Mukwege en Panzi (2014), libro escrito a cuatro manos con Guy-Bernard Cadière, cirujano belga, con quien devuelve la vida a mujeres víctimas de atroces crímenes sexuales en Kivu del Sur, región del oriente de la República Democrática del Congo (RDC). Cadière expresa a renglón seguido: “Cada llamada hecha con un celular lleva el estigma de una violación. Debemos recordar que la deshumanización que prevalece en Kivu del Sur es el precio que se paga por nuestra comodidad y nuestros avances tecnológicos”. Y Mukwege agrega: “El que devasta esa región es un conflicto sin ideología clara, en el que grupos armados siembran el terror para poder esclavizar a la población y obligarla a trabajar en las minas, lo que garantiza minerales a muy bajo costo a las multinacionales. Guiber (sobrenombre de Cadière) habla de ‘capitalismo desenfrenado sin conciencia’. Semejante expresión me parece apropiada. Todo el mundo sabe que se trata de una guerra económica”. Cuando hablan de “minerales”, Mukwege y Cadière se refieren a las inmensas reservas de coltán (las más importantes del mundo) que en lugar de asegurar la prosperidad de Kivu del Sur precipitaron su caída al infierno. Imprescindible para las industrias de punta –en particular para la electrónica–, ese metal genera desde hace dos décadas una situación de caos y barbarie en la que están implicadas directamente fuerzas antagónicas congoleñas y de países vecinos de la RDC –como Ruanda y Zambia– e indirectamente todas las grandes potencias mundiales y un sinnúmero de multinacionales. Y el próximo 10 de diciembre, en Oslo, Denis Mukwege aprovechará la ceremonia de entrega del Premio Nobel de la Paz –que compartirá con Nadia Murad, vocera de las yazidíes de Irak convertidas, como ella lo fue, en esclavas sexuales del Estado Islámico– para recordar esa responsabilidad colectiva en el martirio de las mujeres de Kivu del Sur. Fue lo que denunció en 2008, al recibir los premios de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas y Olof Palme; fue lo que reiteró en 2013 al ser honrado con el Clinton Global Citizen Award; y en 2014, cuando fue galardonado con el Premio Sajarov del Parlamento Europeo. Esta lista dista de ser exhaustiva, pues Mukwege suma 21 condecoraciones internacionales. Sin embargo, la violencia en Kivu del Sur sigue y Mukwege continúa viviendo bajo protección en el complejo hospitalario que fundó en un modesto suburbio de Bukavu, capital de esa región de la RDC. Inspiración paterna Mukwege nació en 1955 en Bukavu. Acababa de cumplir cinco años cuando su país, el entonces Congo Belga, se independizó. Y fue a esa edad cuando decidió ser médico. Según cuenta, un día acompañó a su padre, un pastor evangelista, a la casa de un niño muy enfermo. El hombre pasó un largo rato rezando y luego se fueron. Denis le preguntó por qué no le había dado medicamentos para aliviarlo, como solía hacerlo cuando él se enfermaba. “Mi padre me contestó que no era médico. Entonces le dije: ‘Seré médico. Tu rezarás para los pacientes y yo los curaré’. En mi mente íbamos a formar un equipo. Eso pasó hace más de 50 años y aún tengo grabada en la mente la imagen de ese chiquillo. Así empezó todo. Supe que tenía que ser médico. Y lo fui.” En 1978 fue a estudiar medicina a Buyumbura, la capital de Burundi. El flamante médico regresó a su región natal en 1983 y empezó a trabajar en el hospital de la pequeña ciudad de Lemera. “Fue allí donde sufrí mi primer shock como médico”, apunta en su libro. “A diario un sinnúmero de mujeres llegaban de aldeas perdidas de la meseta alta para parir en el hospital; sangraban tanto que muchas morían. A menudo las traían ya muertas o tan exhaustas que era inútil intentar reanimarlas. Mis conocimientos médicos no bastaban para enfrentar el problema, porque lo que se requería era la presencia de un ginecólogo. Me impactó tanto lo que vi, que decidí estudiar ginecología y obstetricia.” En 1984 Mukwege y su esposa se fueron a Francia, donde él trabajó durante cuatro años en el principal hospital de Angers, pequeña ciudad 300 kilómetros al oeste de París. En 1989, apenas terminada su especialización, regresó a Lemera e inició su cruzada contra la mortalidad materna. Compartía su tiempo entre el hospital local y visitas a aldeas apartadas. El 6 de octubre de 1996, de regreso de una de sus giras, se topó con la barbarie: “Apenas llegué al hospital descubrí el horror. Grupos rebeldes congoleños, aliados con fuerzas de Ruanda, habían asesinado a todo el personal y a todos los enfermos, con el pretexto de que quizás atendíamos a militares hutus.” El genocidio perpetrado en Ruanda por los hutus contra los tutsis, en 1994, desestabilizó durante años a toda la región, particularmente a la RDC. Mukwege y su esposa se refugiaron en Kenia. Hospital ejemplar En 1998, de regreso en Bukavu, Mukwege consiguió un terreno amplio en Panzi, un lugar deshabitado en las afueras de la ciudad. Con ayuda del Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia y sobre todo de PMU Interlife, una ONG sueca, empezó a construir un centro médico. Inaugurado en 1999, ese centro se convertirá, al cabo de unos años, en un hospital único en su género. El objetivo del médico era ofrecer a las mujeres un buen servicio de ginecología. Pero una de sus primeras pacientes lo dejó sin voz. “Esa mujer había sido violada a 500 metros del hospital. Pensé que había sido torturada por un psicópata. En ese entonces no entendimos lo que anunciaba su caso. Nunca me imaginé que era la primera de las 40 mil víctimas de atrocidades que atendimos en 20 años”. Pasaron las semanas y se multiplicaron los casos terribles. El ginecólogo y sus colaboradores constataron que el modus operandi era siempre el mismo: además de ser violadas con todo tipo de objetos –estacas, machetes, cuchillos, escopetas–, las mujeres eran mutiladas. “La meta era clara: destruir el aparato genital femenino para envilecerla (a la mujer) y a través de su humillación, controlar a su comunidad. Estas violaciones llevadas a semejante extremo son un arma de guerra implacable”, asegura el ginecólogo en su libro. Día tras día Mukwege realizaba operaciones sumamente delicadas para reparar lesiones y reconstruir vaginas, vejigas, intestinos, anos… Estas intervenciones, que implican abrir el cuerpo de las pacientes, dejan enormes cicatrices que a menudo se infectan. A estas secuelas físicas se agregaban una multitud de problemas. Recalca Mukwege: “Cuando empecé a atender a las víctimas de semejantes mutilaciones entendí rápidamente que el solo tratamiento médico no bastaba. No tenía sentido curar las heridas de estas mujeres para luego devolverlas a la calle. En realidad no sabían a dónde ir, ya sea porque sus pueblos habían sido destruidos, ya sea porque las rechazaban sus comunidades”. El médico decidió brindar una atención global a sus pacientes. Habla de “ enfoque holístico” y asegura que es la esencia de su práctica médica y de su filosofía personal. Además de sanar los cuerpos, Mukwege ofrece a las mujeres cuidados psicológicos y aprendizaje. Educadores les enseñan a leer y escribir antes de proponerles un programa de capacitación que les permite crear su propia fuente de trabajo. Se les facilita inclusive el acceso a microcréditos, dándoles así la oportunidad de reintegrarse a la sociedad en forma autónoma y con la cabeza en alto. Todas estas actividades se llevan a cabo en el perímetro del hospital, que no deja de ampliarse. Para Mukwege 2011 fue un año capital. Viajó a Bruselas para recibir el Premio Internacional Rey Balduino para el Desarrollo, pero lo más importante para él no fue ese reconocimiento, sino su encuentro con Cadière. Afamado cirujano gástrico belga –se le considera el mejor del mundo–, Cadière es conocido internacionalmente sobre todo por ser uno de los pioneros de la cirugía laparoscópica, la técnica que permite introducir en el cuerpo del paciente, mediante pequeñas incisiones, una microcámara e instrumental quirúrgico. No deja cicatrices y permite una convalecencia más rápida, sin riesgo de infección y menos dolorosa. Mukwege y Cadière cenaron juntos. El belga confiesa que fue un momento inolvidable:  “Denis Mukwege es un hombre de mucho carisma. Lo que más me impresionó durante nuestro primer encuentro fue su solidez. Hablamos de todo, de nuestra visión de África, de nuestros valores. Fue amistad a primera vista. Denis interpreta nuestro encuentro como un acto divino y pretende que Dios me puso en su camino. Personalmente lo veo como un hombre providencial y me parece una suerte increíble haber encontrado a quien debía encontrar en ese momento preciso de mi vida.” También cuenta: “Me platicó de los problemas que enfrentaba con las fístulas vaginales y anales y las demás mutilaciones que padecían sus pacientes. Muchas tenían lesiones muy profundas, inasequibles, que lo obligaban a abrir el abdomen. Le contesté que la solución era la laparoscopía y lo invité a asistir al día siguiente a una de mis operaciones. Se trataba de extraer un tumor del recto”. Mukwege salió entusiasmado de la sala de operaciones y calculó de inmediato los inmensos beneficios que aportaría la laparoscopía a las mujeres torturadas de la RDC. Recuerda Cadière: “Un mes después de nuestro encuentro organicé un viaje al hospital de Panzi con todo mi equipo. Fue así como se dio nuestra primera colaboración. Desde entonces opero en Panzi una semana cada tres meses”. El ataque Un acontecimiento trágico interrumpió esa colaboración durante un poco más de dos meses.  El 25 de octubre de 2012 cinco hombres armados y vestidos de civil irrumpió en el hogar de los Mukwege. Neutralizaron a los dos guardias y los encerraron en la caseta de vigilancia, luego entraron a la casa. Uno de ellos mantuvo bajo control a las dos hijas del médico. Los demás lo esperaron. Cuando Mukwege llegó, sus agresores le pusieron una pistola en la sien. De pronto apareció corriendo uno de los guardias, que había logrado liberarse, sólo para caer acribillado, al lado del médico que estaba desmayado. Los dieron por muertos y huyeron. Hasta la fecha la justicia sigue sin interesarse en el caso. Las autoridades pretenden que se trató de un simple asalto. El 26 de octubre Mukwege y su familia salieron rumbo al aeropuerto de Kavumu escoltados por soldados de la Monusco (Misión de las Naciones Unidas en la Republica Democrática del Congo). Bélgica les abrió las puertas; pero la familia, traumatizada, prefirió tomar más distancia de la RDC y Mukwege aceptó una invitación para vivir un tiempo en Boston. Necesitaba pensar en el curso que quería darle a su vida. Relata: “Dos meses después de mi salida, las mujeres de Kivu del Sur organizaron un día de protesta pacífica que paralizó Bukavu. Le escribieron al presidente (Joseph) Kabila; a Ban Ki-Moon, entonces secretario general de la ONU; y a un sinnúmero de líderes internacionales. Finalmente empezaron a recaudar fondos para comprarme un boleto de avión de regreso a la RDC. Eso cambió por completo mi manera de pensar. Si estas mujeres, que ni siquiera cuentan con un dólar diario para vivir, juntaban dinero para mi pasaje, pues no podía seguir con los brazos cruzados. Mi vida no podía valer más que las de todas las víctimas que pedían mi ayuda”. El 10 de enero de 2013 Mukwege y Cadière regresaron a Bukavu. En el colmo de la “paradoja”, las autoridades locales, entre las que destacaba el jefe de la policía, los esperan para llevar a cabo una ceremonia oficial. También estaba al acecho un enjambre de fotógrafos y camarógrafos de todo el mundo.  De pronto un grupo de mujeres rompió el cordón policiaco que impedía el acceso el aeropuerto e invadió la pista de aterrizaje. Una de ellas le entregó a Mukwege una camisola blanca de cirujano y le pidió ponérsela. Desde su regreso a Bukavu, el médico y su familia viven en el pabellón del centro hospitalario, habilitado como casa. Mukwege sale muy poco de Panzi y cuando lo hace, siempre esta custodiado por soldados de la Monusco. “Puedo decir que todo está bien”, comenta en su libro. “Pero no es fácil vivir encerrado. De vez en cuando, por supuesto, tengo ganas de escaparme, pero debo adaptarme. Intenté hacer una que otra salida sólo con un chofer y sin la Monusco. Pues cada vez fui víctima de agresiones. Inclusive cuando salgo escoltado por la Monusco a veces hay vehículos que nos persiguen.” Mukwege vive permanentemente bajo la protección de dos guardaespaldas armados y con ellos se mueve todo el día de un lado a otro en su hospital. Lo esperan fuera del quirófano, lo acompañan en sus visitas por los distintos servicios del centro médico, lo llevan hasta la puerta de su casa y allí están cuando sale de ella. Este reportaje se publicó el 14 de octubre de 2018 en la edición 2189 de la revista Proceso.

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