Notre Dame: Turismo contra conservación

sábado, 4 de mayo de 2019 · 10:37
Tras el incendio del 15 de abril, la catedral de París es sometida en este artículo a una reflexión fundamental, pues dado que se estaba llevando a cabo una restauración en el momento del desastre –nos dice el autor– “la supervisión no fue todo lo estricta y firme para evitar riesgos: soldadura, madera ya considerada yesca, cables eléctricos, etc.”. Así, más allá del accidente, en el fondo se esconde una concepción equivocada de la conservación de un monumento patrimonial: los propósitos de impulsar el turismo a costa de los bienes de valor espiritual, “un tema que en países como el nuestro reclama profunda revisión”. CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- No es posible diluir responsabilidades por el desastre de Notre Dame, icónico monumento parisino, Patrimonio de la Humanidad. Obvio es que, en razón de la importancia del testimonio, haya prevalecido la idea de hacer de su restauración una gran parafernalia que, a su término, se tradujera en algo políticamente grande, festinado sin recato alguno, celebración nacionalista y patriótica. No para mayor gloria de Dios –como podría suponerse, dada la naturaleza religiosa del bien y su rica historia–, sino de una administración civil e impulso más que generoso al turismo y al negocio que éste conlleva. Ese escenario parecía anunciarlo la gran obra falsa implementada en torno al monumento, con andamios para acceder a todos los puntos que los trabajos pudieran demandar, piedra por piedra y gárgola por gárgola. En principio, medida plausible, difícil de objetar y que cierta imprudencia colectiva vio con beneplácito. No se dijo cuáles eran los daños que hacían imperativa la intervención, el expediente fue cubierto con la ambiciosa idea de que se iba a restaurar “La Catedral”, toda ella, en todas sus partes y en todos los rincones. Una obra a la altura y prestigio de una nación rica, tal es Francia. No se dijo que se iba a hacer nueva –habría sido insólito–, pero esa idea u otra de semejante envergadura parece haber rondado en el proceso que decidió la intervención, según lo sugieren las medidas preliminares adoptadas. Al menos, digamos, se pretendía limpiar con “láser” piedra por piedra y los innumerables recovecos que su riqueza decorativa conlleva, sustituir todas las maderas que se considerara necesario en el tejado, las tejas y plomo de la cubierta y limpieza de retablos, altares, pinturas y esculturas, joyas, museografía y demás. No se pensó que esto pudiera ser ambicioso, pero ya entones supondría más de cinco, quizás diez años de trabajos. El lunes 15, no por causa de alguna imprudente procesión de Semana Santa, ni velas ni veladoras, se presentó el gran desastre… un pequeño accidente, tal vez un descuido que no parece propio de un país con tan altas credenciales técnicas, por decirlo de alguna manera. Las tareas de una supervisión estricta en obras de arquitectura o ingeniería distingue precisamente a los países mas avanzados. La supervisión de una obra de restauración es y debe ser doblemente cuidadosa y sustantiva, desde las interrogantes ¿por qué se va a intervenir? y ¿cuáles son los daños? Seguramente los daños sean muchos en un monumento con más de 800 años de historia, pero una vez reconocidos se deben individualizar y, en base a ello, determinar la propedéutica de la intervención. La conservación de los bienes culturales no puede tener por objetivo la “repristinación” de su naturaleza –“hacerlos nuevos”–; son obra del pasado, y uno de los propósitos principales de su cuidado consiste en el respeto a su autenticidad, en ofrecer a nuestra generación y –desde luego– a las generaciones futuras, el aprecio de su antigüedad, sin hacerlos aparecer como obra de nuestro tiempo; permitir que se percaten de que la obra es producto de un momento histórico que no nos pertenece, pero que distingue a nuestra época porque la ha apreciado, cuidado y preservado. Muchos daños que lo han deteriorado no siempre son reversibles y pueden, en cambio, ser testimonio del mensaje cultural que el monumento conlleva y que el futuro debe poder interpretar, es decir, no debemos legar nuestra interpretación, porque cercena el conocimiento y el mensaje que en el porvenir se transmita. La frontera de estas ideas –sin duda sutil y delicada– no implica, tampoco, que no se reviertan daños en proceso o deterioros que conlleven o aceleren la pérdida del patrimonio. A Guillermo Tovar no le gustaba la palabra “patrimonio”. ¿Por qué? “Por su connotación de propiedad, cuando que los objetos a que nos referimos más bien se encuentran poseídos de un sentido espiritual”, y “sus valores históricos, culturales y artísticos, cuya conservación y naturaleza se inscriben a partir de una reflexión necesaria, que se relaciona con nuestras actitudes hacia el pasado y el futuro.” El esbozo de esa reflexión –dice Tovar– comenzaría con mostrar cómo el fin del milenio se presenta ante “la Nostalgia y las Utopías”: “Las primeras intentan revivir en el fundamentalismo y las segundas en la globalización”. No cabe duda de que, habiéndonos internado veinte años en el milenio, nuestras reflexiones y confusiones se tornan cada día más complejas: “espiritualistas y/o materialistas”. Principios de la restauración Sin embargo, la teoría y práctica de la restauración sostiene universalmente sus principios. En pintura y escultura, por ejemplo, se entiende y en general se acepta que repintar una obra del pasado o restituirle sus faltantes no es un acierto: un resto de pintura teotihuacana o un cuadro del renacimiento que fue mutilado, cuando los faltantes son muchos, así se conserva; hace tiempo que no se propone inventar y colocarle a una escultura romana los brazos o piernas que perdió. Se procura siempre la solidez de los testimonios pero, en general, no tiene cabida la “repristinación”, el hacerlo nuevo; conviene siempre que sea clara su pertenencia al momento histórico que lo creó. Los profesionales de la restauración en Francia son, sin duda, de los más reconocidos: precursores y maestros para todos nosotros. No podemos ni queremos levantar un dedo acusatorio, flamígero y oportunista, pero no escapamos a la necesidad de hacer preguntas. Tenemos derecho a ellas porque Notre Dame es Patrimonio de la Humanidad, y Francia suscribió –entre las primeras naciones y con un cierto aire de vehemencia– la Convención del Patrimonio Mundial, formulada en París (abril de 1972). Una de las ideas equívocas –que no son pocas– de esta Convención, parece decirnos que los países con menos recursos, “tercermundistas”, tienen la obligación de conservar el patrimonio mundial en su territorio, lo que en aquellos años pareció una flagrante inequidad en tanto que son los países ricos, los de mayor potencial turístico, de desplazamiento y adquisición, quienes más disfrute lúdico tienen de ese patrimonio, práctica vedada a la mayoría de las naciones marginadas. Tal inequidad fue motivo de una ácida controversia en ocasión de esa reunión de expertos, convocada por la UNESCO. Cuando la creación del Fondo del Patrimonio Mundial –que establece el cuerpo del documento– fue sometida a votación, se propuso que las cuotas fueran obligatorias y proporcionales a la riqueza de los países miembros, dado el desorbitado costo que demanda el cuidado de los grandes monumentos y las débiles economías y carencias de la mayoría de los países que guardan testimonios tales como: Ankor, OuroPreto, Teotihuacán, El Cuzco o cualquier otro gran conjunto de los situados en Asia, África o América Latina que, privilegiadamente, disfrutan los turistas del primer mundo. Salvedad hecha de la propiedad nacional y territorial, esto pareció y parece justo en el sueño y fin de la Organización de las Naciones Unidas: Si la humanidad mantiene la ilusión de conservarlos. Aquella sesión terminó en una trifulca, muy ajena al espíritu diplomático que nos congregaba; hubo golpes y enfrentamientos violentos cuando, quien presidía, instrumentó “cochupos” y trácalas parlamentarias que revirtieron la votación a favor de los países ricos. La Convención dejó –creo, hasta la fecha– una brisa de desaliento que abatió el brío de su propuesta original. México tardó más de diez años en adherirse, y hoy la tan llevada y traída Convención se desliza, inocua, en oportunismos y fatuas celebraciones que, en ciertos sectores y pocos países, son aplaudidas. La restauración de Notre Dame nació de un proyecto político, más que de una sana preocupación por protegerla; desde el principio se anunciaban ya las grandes celebraciones que coronarían los trabajos, pero tuvo un “pequeño” accidente que se transformó en uno de los mayores desastres para el Patrimonio Mundial. La supervisión no fue todo lo estricta y firme para evitar riesgos: soldadura, madera ya considerada yesca, cables eléctricos, etc. Es un accidente, no se puede culpar fácilmente a nadie, pero sí se puede señalar que la causa son los propósitos de impulsar el turismo a costa de los bienes de valor espiritual –como decía Guillermo Tovar–. Un tema que en países como el nuestro reclama profunda revisión. El turismo es depredador, hace mucho que se tiene noción de ello. Díganlo las caravanas de paseantes que atosigan ciudades como Roma o los cruceros que desvirtúan los canales de Venecia. Díganlo los tropeles desaforados que en número de miles ascienden a las pirámides de Teotihuacán o Chichen-Itzá, con la locura de recibir energía en el equinoccio de primavera. Díganlo los retablos o ruinas venerables, lastimados por instalaciones eléctricas, reflectores y cableado, registros y tubos para hacer banales escenografías de luz y sonido que en nada ayudan a conocer y valorar la obra de arte, la historia del espíritu y la cultura, pero que entretienen a quien se divierte viendo escenarios de cabaret en los monumentos. ¿Que lección dejará todo esto? El presidente Macron afirma que el templo quedará más “bonito”, que se reconstruirá totalmente… es decir, ¿se falsificará lo auténtico? Otra vez inventando monumentos. ¿Se reconstruirá con aportaciones (artísticas) de nuestra época? ¡En cinco años quedará listo! Diez o quince parecen pocos… Y si mejor, después de consolidar, limpiar ruinas, dejamos todo y Notre Dame se convierte en un templo abierto, histórico, solemne y pleno de mensajes culturales como las ruinas del Partenón, de varias abadías normandas o algún templo de la Magna Grecia, quizás como Tecali o San Francisco Zacatecas y, en el centro de las ruinas, ya jardinadas con flores y discretos pavimentos de circulación, piedras y fragmentos recuperados, una placa grande y de fino material, que diga: “El 15 DE ABRIL DE 2019, DURANTE UN PROCESO DE RESTAURACIÓN, UN PEQUEÑO Y TRISTE ACCIDENTE CAUSÓ UNA CONFLAGRACIÓN QUE DESTRUYÓ ESTE MONUMENTO.” París, Francia y la humanidad condolida, recuerdan con veneración a sus constructores, arquitectos, albañiles y artesanos que enriquecieron al mundo. __________________________ * El autor es director de las obras de restauración de la Catedral de México, y representante de México en la reunión de expertos gubernamentales que creó la Convención del Patrimonio Mundial, Cultural y Natural de la Humanidad de la UNESCO, de cuyo comité de redacción formó parte. Este texto se publicó el 28 de abril de 2019 en la edición 2217 de la revista Proceso

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