Crónica

El tesoro de los jesuitas (Primera parte)

A principios del siglo XX unas personas que venían de España llegaron a una pequeña ranchería llamada el Cacahuananche, en el sur del estado de Morelos. Recorrieron la región durante dos meses en busca de una cueva. Decían que en su interior se hallaba un tesoro perteneciente a los jesuitas.
domingo, 3 de enero de 2021 · 20:12

CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Por el año 1970 en la ciudad de Cuernavaca, Morelos, por conducto de un amigo llamado Jacob Mondragón conocí a don Francisco Silva. En ese tiempo debió de andar por los 80 años; aunque fuerte y alegre, era cargado de espaldas… para caminar se apoyaba en un bastón. Se veía que en su juventud había sido alto y bien parecido. Él nos refirió lo siguiente:

A principios del siglo XX, algunos años antes de la Revolución Maderista, don Chico –así se les dice a quienes se llaman Francisco– vivía en una pequeña ranchería llamada el Cacahuananche, en el sur del estado de Morelos, relativamente cercana al río Amacuzac. Siendo adolescente, entre los 12 y los 13 años, llegaron a su ranchería unas personas; no recordaba sus nombres pero sí tenía presente que decían que eran jesuitas y que venían de España. Recorrieron la región durante dos meses en busca de una cueva que tenía en la entrada una carricera. Finalmente, al no tener éxito, se dieron por vencidos; antes de retirarse declararon qué era lo que buscaban y, además, hicieron un encargo.

Refirieron que en el interior de la cueva que buscaban se hallaba un tesoro perteneciente a los jesuitas. A raíz de que, en 1767, por orden del rey Carlos III, fueron expulsados de los territorios que formaban el imperio español, los que habían ocultado el tesoro fueron algunos de los pocos que, habiéndose enterado previamente de la orden de expulsión dictada en su contra, se escondieron en lugares apartados o que, habiendo sido apresados y encadenados, se pudieron dar a la fuga.

El tesoro, según lo manifestaron, se integraba de siete u ocho costales llenos de monedas de oro y plata que habían sido cargados en igual número de mulas, más un crucifijo de oro y piedras preciosas, de un poco más de un metro de altura. El encargo era simple: pedían a los lugareños buscar el sitio y para el caso de encontrarlo, se quedaran con el tesoro, como si se tratara de cosa propia; pedían únicamente que el crucifijo fuera entregado a la Orden, en su domicilio en la Ciudad de México. Dicho lo anterior desaparecieron.

Pasaron los años, vino la Revolución y todo lo que ello significó. El gobierno federal, con el fin de hacer frente al movimiento rebelde, que en el sur de la República tuvo como manifestación principal la de guerra de guerrillas, dispuso que quienes habitaban las pequeñas rancherías se concentraran en las grandes poblaciones del estado de Morelos; quienes no lo hicieran, por ese sólo hecho, se presumiría que eran guerrilleros. Se autorizaba a las autoridades militares a pasarlos por las armas, cubriendo el expediente de levantar un acta circunstanciada.

En acatamiento de esa orden, el papá de don Francisco trasladó a su familia a Buena Vista de Cuéllar, población ubicada en el norte del estado de Guerrero, a unos 30 kilómetros de la ranchería el Cacahuananche. Para sobrevivir puso una pequeña tienda de abarrotes; en ella vendía lo poco que en esa época se podía conseguir para comerciar.

Refería don Francisco que, siendo ya joven, una madrugada su papá oyó que alguien tocaba en forma leve la puerta de su pequeña casa. Su padre se levantó; debidamente armado preguntó quién tocaba. El autor de los golpes era un viejo amigo de la familia, por mal nombre El Morrongo; éste, si bien antes de la Revolución había sido un campesino trabajador y honrado, a raíz de haber perdido familia y patrimonio se había convertido en bandolero. Por su captura o localización se ofrecía una recompensa.

El Morrongo había llegado en busca de alimentos y enseres; el papá de don Francisco se los vendió.

Una vez que cerraron el trato, El Morrongo, temiendo ser descubierto y que, por el peso de la carga, fuera alcanzado y capturado por los federales, una vez que cubrió el precio convenido pidió, como favor especial, que al día siguiente el joven Francisco Silva, en un caballo y una mula, se encaminara a cierto lugar del monte y una vez que llegara a un sitio conocido como los Casahuates comenzara a silbar; si El Morrongo comprobaba que no era seguido, daría las indicaciones para continuar.

Al día siguiente, a la hora convenida, don Chico se apersonó en el lugar e hizo lo que se le indicó; El Morrongo, una vez que agotó las precauciones de rigor, dio al joven las instrucciones para llegar al lugar en donde se hallaba. El bandolero vivía sólo en una cueva; la entrada de ella estaba rodeada por una carricera.

Bajaron la carga y la depositaron en la cueva; en ella, en una primera bóveda, se hallaban enseres de caballo y costalera sobre la cual dormía El Morrongo. Éste, con un ocote encendido, le mostró una segunda bóveda. En ella se hallaban unos costales con monedas de plata, seguramente producto de sus fechorías; al final de ella, le mostró un muro de cal y canto que cegaba la cueva. En ese momento le vino a la mente el recuerdo de los jesuitas que habían visitado su ranchería hacía unos años. No dijo nada.

La Revolución Mexicana terminó oficialmente en 1917. A pesar de ello, Morelos no se pacificó sino hasta por el año de 1930. Del Morrongo no se volvió a saber nada; tal vez fue sorprendido y fusilado. Don Francisco, ya casado, pasó a vivir a Cuernavaca y ahí, en lo que actualmente es el número 14 de la calle de Leyva, entre Las Casas y Abasolo, lo conocí; y también en ese lugar, junto con otros amigos, nos refirió lo que he narrado.

Cuando terminó su historia, a pesar de que lo veíamos mal de salud y con problemas para caminar, alguien le dijo:

–Don Francisco, ¿Por qué no vamos a ese lugar y buscamos el tesoro?

–Cuando quieran –respondió decidido–. Sólo les advierto que hay que caminar muchas horas, en lugares peligrosos y de subida. Hay que ir preparados para todo, pues es un sitio alejado y hay toda clase de animales ponzoñosos.

Fijamos la fecha; me di a la tarea de organizar debidamente la expedición. Para comenzar invité a un médico, a quien le pedí que llevará suero anticrotálico y antialacránico, material de primeros auxilios y cloro para el agua. Contraté a un barretero para que manejara los explosivos. Con un pariente político que se dedicaba a construir carreteras, conseguí una perforadora, dinamita, mechas, nitrato y un detector de metales. Lo más importante, mi amigo Jacob Mondragón contrató un varero, al que no le informamos nada de lo que nos había sido referido. Formamos la expedición ocho personas. Para evitar cualquier sorpresa, cinco íbamos armados.

Uno de los invitados a la expedición era quien administraba y cuidaba mis canchas, a las que yo denominaba mi club de tenis; se llamaba Alfredo Nájera Arcos y, por ser de Guerrero, todos le decíamos Vale; era un hombre callado, pero muy valiente. Ahora lo puedo decir: debía varias vidas. Dormía vestido, con el sombrero sobre la cara; cuando uno le hablaba, no se levantaba, se limitaba a alzar la cubierta un poco y abría sólo un ojo. Él, antes de acompañarnos, fue a consultar a su bruja; ella, según me lo refirió, cuando lo vio venir le dijo:

–Ya sé a qué vienes. Ese dinero no es para ti, será para tu patrón; mientras tú lo acompañes no lo encontrarán.

Enseguida lo introdujo a su casa, le mostró una jarra con agua, le ordenó que la observara; en ella vio un lugar rocoso y abrupto. Con su índice le señaló un lugar y le dijo:

–Mira, aquí está el dinero; pero, te repito, no es para ti.

Al día siguiente, como a las tres de la mañana, pasé primero por don Francisco; ya estaba listo. Después pasamos por el barretero y el varero, finalmente por El Vale; cuando llegamos, éste nos salió con la novedad de que no nos iba a acompañar; me refirió lo de la bruja.

Yo le dije:

–Aparte de miedoso eres pendejo, y lo eres por hacerle caso a una vieja más pendeja que tú.

Sin admitir excusa le ordené que nos siguiera.

Nos dirigimos a un sitio en el que habíamos quedado de reu­nirnos con el médico y otros compañeros. Una vez que estuvimos todos, nos encaminamos al lugar en donde dejaríamos los carros e iniciaríamos la caminata. Llegamos cuando todavía estaba oscuro. Contratamos unas mulas para cargar a don Chico y lo más pesado. Enseguida comenzamos a caminar; lo hicimos durante muchas horas. Llegamos al sitio indicado como a las dos de la tarde. Estábamos cansados y sin agua.  

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