Del arcón: un 20 de noviembre
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Gonzalo N. Santos no dormía. En campaña bebía, apostaba, conocía mujeres. Todo para él era política, una guerra sin tregua por el dominio. Dinero, mujeres, palabras y balas eran sólo armas para ganar. Eso mismo aprendió el adolescente Manuel Romero cuando lo acompañó por la Sierra Tepehuana en su búsqueda de “almas”:
–En política, muchacho, uno nunca ofrece; debes esperar a que te pidan. La gente siempre está dispuesta a apoyarte por menos de lo que imaginas.
–Habrá gente que no te quiera apoyar, ¿no? –inteligió Manuel Romero, agitándose dentro de la camioneta que pasaba bache tras bache.
–Sí, pero siempre hay manera. Una vez un diputado no quería votar con nuestro bloque. Yo sabía su debilidad: tenía mal vino. Así que esperamos a que se desmayara de tanto tomar, lo desnudamos y lo pusimos acostado en una cama junto a un fulano. Y le sacamos fotos. Dos días después fue el primero en votar por nuestra propuesta.
La Revolución había terminado como una mala borrachera travestida: los líderes se asesinaron entre sí, y los demás se fueron agotando de ser un día maderistas, otro día convencionistas, otro más obregonistas, villistas o zapatistas, callistas, después, y del presidente en turno cada seis años. Cuando las armas cayeron por cansancio, los que quedaban eran los que jamás habían combatido: los taimados, los que aguantaban las humillaciones y un buen día se vengaban de todos; esos hombrecitos de traje, desarmados, lampiños, con sombreros de bombín, que aparecen en las fotos detrás de los revolucionarios con las cananas cruzadas y los bigotes como taches en la boca. Los de traje jamás combatieron y, cuando fundaron el nuevo orden, mintieron al respecto. En lugares como la Sierra Tepehuana los alzados se retiraron a sus tierras en medio del desierto sin enterarse si cambiaba o no el presidente de la República; después de tantas traiciones, les daba más o menos igual. Les interesó la guerra como política y se cansaron de la política como guerra.
–¿Y ése quién es? –preguntó el capitán Octavio Villa, hijo de Pancho Villa, cuando Gonzalo N. Santos le dijo el nombre del candidato Manuel Ávila Camacho.
–Fue revolucionario –explicó N. Santos–, pero ya no llegaste a conocerlo. Me pidió que te diera un abrazo de su parte. Va a ser presidente de la República…
–¿Y por qué no me lo da en persona?
Octavio Villa se subió al camión y se sentó junto a una señorita que habían recogido en el río. Gonzalo N. Santos se desternillaba de risa por haberlos reunido. Romero sintió curiosidad.
–Va junto a la hija de Jesús Salas Barraza, uno de los que mató a su papá, a Pancho Villa. Eso es el Partido, muchacho: donde conviven el hijo de Villa y la hija de quien lo acribilló.
La camioneta cubierta de polvo blanco llegó finalmente a un despoblado donde había árboles retorcidos, sin hojas y con la corteza destripada. El sol del desierto convertía todo bajo él en sal. De una casucha de un solo piso salió una horda de niños descalzos con las barrigas hinchadas, mujeres de cabellos sueltos y miradas perdidas, ancianas y más niños. También apareció un hombre largo, descamisado, de cabeza entrecana. Saludó con un gesto de la cabeza.
–¿Domingo Arrieta? –preguntó Gonzalo N. Santos.
–¿Quién pregunta?
–Gonzalo N. Santos, hermano de Samuel Santos.
–¿El que fue el abogado de Madero?
–Ese mismo. ¿Y todos estos niños?
–Tengo cuarenta y cuatro nietos –resopló Arrieta.
–Mi general Arrieta –lo tomó Gonzalo N. Santos del brazo desnudo, curtido por el sol del desierto–, tú siempre fuiste un revolucionario intachable. Durango se te entregó. Tú fuiste el general de la gran Adelita y en tus filas se hizo ese himno revolucionario que ahora se enseña a los niños en las escuelas.
–¿En las escuelas saben quién es Adela? –se sorprendió Arrieta.
–Los niños se saben el corrido de “La Adelita”.
–Es curioso.
–¿Por qué?
–Porque Adela jamás puso un pie en una escuela.
–Sería bueno invitarla a que conociera al candidato Ávila Camacho. ¿Dónde anda Adelita Reyes?
–En ese cerro de allá –apuntó Arrieta a un lugar en la sierra.
–¿Cómo está?
–Enterrada.
–Abusando de su amabilidad, ¿podría mandar a hacer unos zapatos para mi hermano Mariano?
–En este instante se los compramos –respondió N. Santos–. ¿Qué talla de zapatos es su hermano, general?
–No sé. Nunca ha usado unos.
De ese primer mitin en 1940, Manuel Romero se fue en el tren de la comitiva del candidato, Ávila Camacho, rumbo a la Ciudad de México. Con el tiempo iba a dejar de ser aquel jovencito tepehuano que jugaba con una llanta por el desierto y llegaría a tener una casa con alberca, recamareras y un zoológico. Pero esa noche su preocupación era que el general Arrieta no sabía la talla de zapatos de su hermano.
–Ya veremos –murmuró Gonzalo N. Santos–. A éstos se les da no lo que pidan, sino lo que queramos darles. Así nunca ganan pero siguen leales. Ése es el secreto de este país: la esperanza.
–Pero, ¿qué son unos zapatos, don Gonzalo?
–Eso es imposible, muchacho. Los pies de Mariano Arrieta son como este país. Tiene siete dedos en cada pie, tres con las yemas hacia arriba y las uñas hacia abajo –respondió cansinamente el diputado Gonzalo N. Santos.
Destaparon una botella de coñac, se sirvieron unos tragos, y se pasmaron viendo la noche del desierto por la ventanilla del tren.