Adiós, Coyoacán

domingo, 10 de marzo de 2019 · 10:08
CIUDAD DE MÉXICO (pROCESO).- Después de dos terceras partes de mi vida aquí, tuve que dejarte. En los últimos años te volviste intransitable, sucia y asfixiante. Y ya nada pudo redimirte: una vez que dejaste que te compraran tus votos a cambio de una cisterna de plástico que venía defectuosa, se terminó el poco respeto que tus vecinos se tenían. Vendidos los habitantes, las autoridades compradas, eres ya sólo un pueblito lleno de impunidades. Tu historia reciente me la cuentan los hermanos Magaña. En 1996 se pusieron en mi calle de entonces, Belisario Domínguez, a cuidar coches. Venían de Coacalco y tenían un tío en el mercado. Para 2001 ya eran del PRD y portaban un gafete con el que se sentían con derecho a exigir un pago a los automovilistas que se estacionaban en mi calle. Hace poco pregunté por ellos. En su lugar se afanaban unos ex convictos con la mona de cemento en las narices, los ojos inyectados, la lealtad a quien los llevó para extorsionar turistas y disolver a sillazos las asambleas que no sean de su partido. Van y vienen, torpes, entre los cada vez más impunes puestos ambulantes, gritándose vulgaridades con el goce que da la impunidad, la protección: –Llámale a quien quieras –dice un gordo captado en un video de teléfono–, a la doctora Claudia o al Andrés Manuel; a mí nadie me quita. Les dicen Los Intocables. Atribuyo la pérdida de la consideración entre tus habitantes el que ya nadie pida permiso para hacer tropelías –poner un salón de fiestas en un taller mecánico, dar un cristalazo para robar un portafolio, bloquear una calle para una celebración con decenas de cuetes que lo único de místico es el rapto cerebral sumergido en ron barato– o levantar, tan sólo en cuatro cuadras a la redonda de donde viví por última vez, 11 edificios de departamentos. En un lugar con calles concebidas para caballos, todo mundo detenta su camioneta. Por Salvador Novo sabemos que la de Coyoacán es también la historia de su impunidad y complicidades. Pero nunca exentas de redenciones. La historia la cuenta la familia Ixtolinque. Los territorios que llega a ocupar Cortés para planear desde ahí el ataque por agua a Tenochtitlán, eran de un solo patrón: don Juan Guzmán Ixtolinque, descendiente de los señores de Azcapotzalco, quien era dueño desde Tizapán a Tacubaya, de San Ángel y Chimalistac hasta Churubusco; 23 pueblos en total. Otros 31 tenía su esposa, quien se los “heredó” a Doña Marina, La Malinche, cuando llegó a vivir junto a Cortés en la casa de la esquina poniente de la Plaza de la Conchita. De hecho, fue en esas casas, entre la del conquistador en la actual Plaza Hidalgo y la de su amante indígena, que se fraguó el homicidio de la esposa que Cortés se trajo desde Cuba, Catalina Xuárez, un primero de noviembre de 1522. La mamá de Catalina, María de Marcayda, inició un proceso criminal contra el capitán pero, como siempre, no se llegó a algo. El que sí, fue Juan Guzmán Ixtolinque, a quien, al aceptar el bautismo, se le permitió poseer 460 personas en calidad de siervos, además de tributos diarios de tres gallinas, dos chiquihuites de maíz, 400 cacaos y 200 chiles, seis cargas de leña y cinco de zacate y –escribe Novo– “29 viudas de Chimalistac y seis mozuelos de Acopilco”. Coqueto, Salvador Novo saliva: “Y qué envidia, ahora que no halla usted un mozo ni para un remedio”. En 1551, la Corona española manda lo que será el escudo de armas de Guzmán Ixtolinque y que será el que use todo Coyoacán hasta finales del siglo XVIII: un escudo partido por la mitad con una esfera, un brazo, flechas y plumas bajo el lema: “Credo in Deum Patrem”. Por sus “méritos y servicios” a su Majestad, Guzmán Ixtolinque recibirá tierras de Cuajimalpa pero, para el siglo XVIII, los carmelitas despojan a su familia. El que ostenta la propiedad, Salvador de la Cruz Ixtolinque, será encerrado en una prisión de un convento durante 22 años. Ahí talla una cruz de nogal de medio metro que contiene labradas todas las figuras del Viejo Testamento. Lo último que se supo del prisionero fue que su cruz se vendió en 1870 a J.P. Morgan en Nueva York.  Pedro Ixtolinque, de quien Guzmán era su nonabuelo, fue, quizá por ello, el escultor predilecto de Manuel Tolsá. Llegó a ser director de la Academia de San Carlos en 1817. Fue el que le tomó la mascarilla mortuoria a José María Morelos y el que labró, al igual que su noveno abuelo, el crucifijo sobre el que juraron los Constituyentes de 1857. El liberal y leal de Benito Juárez, Ponciano Arriaga, se la llevó como recuerdo a su casa.  Los Ixtolinque se quedaron en la ciudad pero no en Coyoacán. Ni siquiera Cortés lo hizo a la muerte de Doña Marina a los 22 años de edad. Lo dejó por Cuernavaca.  Además de la reivindicación de los Ixtolinque, Coyoacán fue también la de los escritores. Jorge Ibargüengoitia llegó ahí en 1973, después de su matrimonio con la pintora inglesa Joy Laville, a la que conoció en San Miguel de Allende. Coyoacán es para Ibargüengoitia el lugar donde domina Salvador Novo desde su teatro, La Capilla. El encuentro entre ambos es definitivo para un joven Ibargüengoitia que ha desertado de la carrera de ingeniería y se ha regresado al rancho de sus tías. Él mismo lo platica así: “Todo empezó porque estando trabajando en el rancho un motor diesel se descompuso, lo que me obligó a viajar a la ciudad de Guanajuato para repararlo. Al llegar a la casa de mi madre me encontré a un señor que estaba de visita que yo no conocía; se encontraba en la ciudad para presentar una obra de teatro de la cual era director. Se trataba de la obra Rosalba y los llaveros de Emilio Carballido. El señor que estaba de visita era Salvador Novo, quien me invitó al estreno, esa misma noche en el Teatro Juárez. No sé si la representación fue excelente o si mi condición anímica era extraordinariamente receptiva. El caso es que ahora sé, y confieso con un poco de vergüenza, que ninguna representación teatral me ha afectado tanto como aquella. Es posible que si el motor diesel no se hubiera descompuesto otra vez el lunes siguiente, yo hubiera tenido tiempo de regar el trigo, hubiera seguido en el rancho y ahora sería agricultor y, ¿por qué no?, millonario. Pero el motor diesel se descompuso el lunes, yo dije: ¡Basta de rancho!, y en ese instante dejé de ser agricultor. Tres meses después me inscribí en la Facultad de Filosofía y Letras.” Con Rodolfo Usigli como maestro, Ibargüengoitia comenzará a frecuentar las obras de Novo en Coyoacán y, más tarde, cuando lo expulsaron de los scouts de México, junto con el pintor Manuel Felguérez, se aliarán a los hermanos García Ponce para sus tertulias de exploradores. El Coyoacán de Ibargüengoitia es el modelo de “Cuévano”, el lugar que parodia los Comalas, Macondos y Yoknapatawphas de toda literatura del medio siglo, y en el que trascurre la vida cotidiana de un clasemediero que deambula todavía asombrado de que el mundo moderno y sus promesas tengan una fuerte erosión chilanga: la inutilidad de los interfones cuando todo mundo contesta: “Soy yo”; la irrealidad del Estado laico en una colonia –Del Carmen– donde los portones de mansiones que uno sostendría que son de millonarios, esconden conventos de monjas que hacen rompope y morelianas; la idea de que el PRI organice elecciones para volver a ganarlas; el mercado en el que se venden amistades y no tanto frutas frescas; el imperativo de contar con una máquina de escribir ruidosa para que los vecinos sepan que sí se dedica a algo.  Después de escribir ahí Estas ruinas que ves y Las muertas, vendió la casa de Coyoacán en 1979 y se fue a vivir a Londres y, luego, a París. Tan sólo cuatro años después, Ibargüengoitia morirá en el despegue del vuelo 081 de Avianca en Madrid. De su divertido y soleado Coyoacán había dicho: “No sé cómo sigue en pie, si dicen que se construyó sobre un túnel”. Se refiere, por supuesto, al sistema de túneles que van de la Casa Ordaz en Francisco Sosa –en el basamento de la pirámide mexica– a La Plaza de la Conchita, y que vio los amores furiosos de Cortés y Doña Marina y, tres siglos después, las reuniones de una conspiración independentista, antes que la de Querétaro. Los descubrió la familia Dubernard cuando quisieron cambiar los pisos. Por ese intrincado de túneles pasa la historia de Coyoacán, desde las figuritas de deidades escondidas del ojo inquisitorial hasta las conspiraciones contra la Corona española. Pienso que, a pesar de todo el deterioro que ha sufrido la vida ahí, esos túneles algún día lo redimirán para las nuevas generaciones. Aunque sospecho que ya no para la mía.   Esta columna se publicó el 3 de marzo de 2019 en la edición 2209 de la revista Proceso.

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