Cultura

Juan Guillermo López a cuatro voces: el adiós, el editor, el impulsor, el poeta

La escritora y periodista Susana Cato, el editor Enrique Murillo, la investigadora Patricia Rosas Lopátegui y el crítico literario Rodolfo Palma se reúnen aquí en memoria a Juan Guillermo López, coordinador de Ediciones Proceso, fallecido el martes 27.
domingo, 1 de noviembre de 2020 · 00:00

CIUDAD DE MÉXICO (apro).- La escritora y periodista Susana Cato, el editor Enrique Murillo, la investigadora Patricia Rosas Lopátegui y el crítico literario Rodolfo Palma se reúnen aquí en memoria a Juan Guillermo López, coordinador de Ediciones Proceso, fallecido el martes 27.

El texto de Susana Cato es una Calaverita tradicional mexicana, tierno homenaje de la autora de las entrevistas Ellas. Las mujeres del 68, y de la novela Isjir, dos volúmenes publicados por él ahí. Le sigue la evocación de un colega editor, Enrique Murillo Fort, para situar su acercamiento privilegiado a los libros a través de la labor compartida en Plaza & Janés.

A su vez, Patricia Rosas Lopátegui asienta cómo JGL la impulsó a lanzar en Ediciones Castillo su biografía imprescindible sobre la narradora Elena Garro. Y culmina con la mirada crítica de Rodolfo Palma Rojo en torno a una faceta poco conocida de Juan Guillermo, la de autor, mediante un recorrido por su poemario Saga del veedor y otros poemas.

* * *

Calaverita A Juan Guillermo López

Susana Cato

Hoy esta Calaverita

está, de plano, contrita,

dedicada, con dolor,

a nuestro querido editor.

 

Juan Guillermo López era

un hombre de los de antes,

para nada un calavera,

elegante, de tirantes.

 

Su pasión fueron los libros.

Desde el Fondo de Cultura

hizo mucha travesura

y nunca perdió los estribos…

 

Vivió en las editoriales

como personaje vivo,

sacado de hojas reales

de un fascinante libro…

 

Desde Trillas a Malpaso

muy buenos pasos él dio,

y en Proceso fue un golazo

que harta gloria conquistó.

 

Hoy la Calaca lo lleva

a otra gran editorial,

a publicar lo que quiera

con una paga inmortal.

* * *

La muerte de un editor

Enrique Murillo

Acababa de abrir zoom y estaba comprobando en la pantalla de mi portátil que los alumnos del Máster en Edición de la UAB (Universidat Autónoma de Barcelona, España) comenzaban a conectarse. Mientras veía sus caras, una luz a mi izquierda reclamó mi atención. Era un WhatsApp de un autor que me transmitía la noticia: “Me acaban de decir que ha muerto Juan Guillermo, estoy shockeado”. Quien me escribía era Bruno Bimbi, cuyo libro El fin del armario había publicado yo en marzo y que Juan Guillermo López publicó hace un par de meses en México.

No fue nuestro más reciente contacto. En agosto le pedí a Juan Guillermo que nos ayudara a hablar con Elena Poniatowska, y a los pocos días ya estábamos iniciando su participación en un nuevo proyecto que a ella le encantó. Hace un mes, y la semana pasada me lo recordó Juan Guillermo en una llamada de teléfono también por WhatsApp, volví a pedirle ayuda. Para ese mismo proyecto, necesitaba el contacto con Fernanda Melchor. Me llamó para decirme que ella no respondía a sus e-mails, y aprovechamos para charlar de su mujer y su hijo, de mi mujer, de libros...

Quiero decir con esto que además de colegas, y ahora contaré cómo le conocí, con mi hermano mexicano Juan Guillermo tuve la misma relación de amistad que suele unir entre nosotros a ciertos editores, no importa en qué país trabajemos.

Qué buen editor, mejor incluso de lo que ha sido, habría llegado a ser Juan Guillermo si hubiese tenido buen señor, por decirlo con las palabras de uno de los fundadores de la literatura en lengua española. Los dos hemos vivido en un mundo editorial progresivamente enloquecido, el de los últimos cuarenta años, en el que los funcionarios de la edición nos reemplazan cada día con mayor frecuencia a los viejos editores de la lectura de manuscritos con lápiz para poner sugerencias en los márgenes de la obra recién nacida y necesitada todavía de algún cuidado.

Juan Guillermo fue una de las cuatro personas a las que entrevisté, en 1993 si no recuerdo mal, cuando me encargó mi jefe de Bertelsmann que buscara editor para el renacimiento de Plaza & Janés en México. Que iba a ser el comienzo del renacimiento de ese sello en toda América Latina, lo cual a su vez fue la matriz de lo que ahora es Penguin Random House en todo el continente latinoamericano. Ese universo editorial nació aquel día.

Bertelsmann, la principal multinacional de la edición, había perdido tanto dinero en América que alguien cerró todas las delegaciones. Yo era editor de Babelia en El País (1991) cuando Hans von Freyberg me pidió una entrevista. Meses después empecé a trabajar como director editorial de Plaza & Janés en Barcelona. Con Freyberg, jovencísimo e inexperimentado, nos llevamos bien. Me preguntó qué opinaba de América, y le dije que fue un error cerrarlo todo. Que era buena idea regresar. Plaza & Janés me fichó para que introdujéramos la literatura en su catálogo, dominado entonces por la novela de género, de Forsyth a Dean Koontz. Así lo hicimos en España con la colección Ave Fénix Serie Mayor, y así lo hizo en esa colección Juan Guillermo.

Algo llamó mi atención en él durante nuestra entrevista. Su modo de hablar de los escritores como personas próximas y queridas, sin en absoluto alardear de su proximidad a ellos. Era un lector empedernido, que es lo que en esos tiempos tenía que ser un editor. Y nada de lo que dijo aquel día era alarde ni mentira o exageración. Decidí contratarle, y al cabo de unos años fuimos juntos a tomar café al salón de la casa de Elena Poniatowska, para celebrar la publicación de su novela Paseo de la Reforma en nuestra colección literaria. Ella, pero también Carlos Monsiváis y otros grandes escritores mexicanos fueron poco a poco traídos a Plaza & Janés, un sello al que jamás anteriormente se habrían acercado. Pero que Juan Guillermo López logró que les pareciera interesante. Hasta ese punto era un editor de primera.

Ni él ni yo duramos mucho en esa casa. Nos tocaron tiempos complicados, gerentes descerebrados, despidos implacables, y la nuestra ha sido una carrera editorial llena de saltos y tropiezos. No siempre hubo un buen señor al que servir como caballeros de este antiguamente noble oficio de la edición. Pero éramos editores porque nos gustaba leer, y eso no termina nunca. Sólo acaba cuando acaba tu vida. Juan Guillermo, como yo, anduvo de acá para allá. Y le embarqué hace unos años a vincularse al disparatado y fracasado “grupo” editorial Malpaso, de propietario mexicano, el mismo individuo que había comprado mi editorial Los libros del lince. Del mismo modo que en Plaza, en Fondo de Cultura Económica e incluso en esa empresa imposible que fue una traducción literal de su nombre, y un malísimo paso para todos los que nos acercamos ahí, Juan Guillermo inventó y publicó libros interesantes y que encontraron muchos lectores. Al igual que en Proceso, a donde fue a parar tras su salida (por piernas) de Malpaso.

La nobleza de su carácter, la inteligencia y la amabilidad, la comprensión profunda de qué es un escritor y cuál el papel, siempre secundario en relación a la escritura, que corresponde al editor, se sumaron en él para convertirle en ese editor próximo que muchos escritores desean. Ese editor que es el primer lector del manuscrito tal vez somnoliento, despeinado y poco pulcro que un escritor termina y pone en tus manos cuando aún no está seguro de cuál pudiera ser su valor.

La muerte asaltó a Juan Guillermo López como en la más negra de las novelas negras, como una súbita tragedia feroz e inmisericorde, ilógica y brutal en su azarosa aparición. Quienquiera que nos haya dejado sin él debe saber que quitó de en medio a uno de los cada vez más escasos seres humanos que honran a nuestra deteriorada especie. Pero aunque ya no esté, estarán los muchos grandes libros que publicó, los lectores que los seguirán leyendo mucho más allá de su muerte, y la esposa, hijo y amigos de México y de España para los que su recuerdo será siempre una luz en medio de tantas tinieblas. Había en él demasiada verdad y honor para que no haya dejado un poso eterno.

* * *

Impulsor de Elena Garro

Patricia Rosas Lopátegui

En 1999 firmé contratos con Ediciones Castillo para publicar la biografía de Elena Garro en dos volúmenes. Y entonces conocí a Juan Guillermo López. Era no sólo editor en esa empresa sino una especie de consejero de don Alfonso Castillo.

El dueño de la editorial había publicado ya tres títulos de Elena Garro: Un traje rojo para un duelo (1996), Busca mi esquela & Primer amor (Premio Sor Juana, 1996) y La vida empieza a las tres... Hoy es jueves... La feria o De noche vienes (1997). Por lo tanto, don Alfonso estaba familiarizado con la obra de la autora poblana.

Como siempre estaba muy ocupado, me pidió que le explicara mi proyecto a uno de sus editores. Al día siguiente me comuniqué con él. Nunca olvidaré la voz gruesa, gentil, culta y bien educada de mi interlocutor. Era Juan Guillermo López. Hablamos. Le desglosé mi proyecto. El volumen uno consistía de la biografía de Elena Garro a través de la imagen, y el dos estaría conformado por diarios, fragmentos de poemas y otros materiales inéditos. Su entusiasmo fue inmediato. Él hablaría con don Alfonso sobre la relevancia de mi propuesta. Después de colgar el auricular, me albergó el signo de la esperanza. Había dialogado con un hombre que no necesitaba de largas explicaciones: sabía quién era Elena Garro más allá de las expectativas mercantilistas.

Así pues, signé el contrato de la biografía de Elena Garro con don Alfonso Castillo gracias a Juan Guillermo López.

El editor, escritor y también traductor diseñó ese bellísimo ejemplar titulado Yo sólo soy memoria. Biografía visual de Elena Garro (Castillo, 1999). Juan Guillermo seleccionó la foto de la portada (concordamos en ella) y fue tan sencillo trabajar con él, hombro con hombro, para darle luz a Elena Garro.

Ese libro fue un parteaguas en la literatura mexicana porque colocó a Elena Garro nuevamente sobre la mesa. En 1999 la autora de Los recuerdos del porvenir seguía ensombrecida por la leyenda negra orquestada por el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz, en el marco de la masacre del 2 de octubre en Tlatelolco. Yo sólo soy memoria empezó a desmitificar las farsas creadas por el poder en contra de la dramaturga. A diferencia de otros, ni don Alfonso Castillo ni Juan Guillermo López le tuvieron miedo al grupo de Octavio Paz ni al gobierno priista.

Presentamos el libro en la Feria Internacional del Libro (FIL) de Guadalajara, el 27 de noviembre de 1999. No fue fácil. Helena Paz Garro había desatado una guerra de desprestigio en mi contra. La prensa me acosaba. Sin embargo, tuve el apoyo de don Alfonso y de Juan Guillermo. La legalidad prevalecía.

Recuerdo que al final de la presentación editorial, se me acercó Héctor Azar, amigo entrañable de Elena Garro. Me saludó con gran cortesía y me dio las gracias por haber incluido unas imágenes suyas con Elena Garro. Los dos aparecen felices en 1991, cuando le rindieron un homenaje a la escritora en Puebla.

Después yo quería esperar varios años antes de publicar el segundo volumen por los ataques antes mencionados, pero Juan Guillermo, inquieto e irreverente como era, me instigó a que me abocara y diéramos a conocer el material inédito a la brevedad posible. Habíamos echado a andar la maquinaria para desmentir las atrocidades del poder en contra de la autora.

Empecé a armar Testimomios sobre Elena Garro. Biografía exclusiva y autorizada de Elena Garro (Castillo, 2002). Si Yo sólo soy memoria causó revuelo, el segundo volumen fue una explosión.

Aunque Juan Guillermo López sólo vio los inicios de Testimonios sobre Elena Garro pues dejó la editorial regiomontana, él fue la chispa que encendió la llama para que iniciara ese trabajo.

Las memorias golpean mi espíritu. Son bellos y gratificantes momentos pero yo no quería recordarlos así, bajo su pérdida tan dolorosa, oscura e inmerecida. Juan Guillermo que le dio fuego a mis dos primeros libros sobre Elena Garro no pudo haber dejado este mundo de esa manera... No puedo conjuntar esas ideas. No se pertenecen.

Sólo me resta decir: Gracias, Juan Guillermo, gracias querido amigo. 

* * *

Poeta en tránsito final

Rodolfo Palma

No perdono a la muerte enamorada,

no perdono a la vida desatenta,

no perdono a la tierra ni la nada.

Miguel Hernández

Hará ya nueve años que apareció el libro de poemas de Juan Guillermo López (Ciudad de México, 1953-2020), Saga del veedor y otros poemas. Un texto que no dejó de escribir y reescribrir a lo largo de su vida.

Es un libro intrigante, pleno de ironía y tensión, en el que los llamados otros poemas --como si fueran un suplemento--, tienen que ser leídos antes de la saga, si se pretende vislumbrar un sentido total. Funcionan como proemio a la aparición literaria del veedor. Son tres secciones que van del “Don del espejo” (en el que “el tiempo se detiene/ y al anular su efecto sobre el mundo/ refleja solamente lo que quiere”) a “La luna en este jardín”, pasando por la complicación central, “Espejo que no refleja nada”. Los versos finales de esa antesala concluyen con el apóstrofe ¡Oh, Luna, devuelve al mínimo jardín la muerte!, para dar paso al drama del veedor.

La poesía profunda y reflexiva siempre corre por las líneas del drama, y esta saga que se narra es ante todo dramática. El veedor no es encarnación ni reflejo, como tampoco su expresión es puro lirismo y descripción. Digo equivocadamente su expresión, porque el veedor no parece poseer nada salvo las palabras, aunque está inundado de silencio (“Permanente Babel es el silencio”, cierra el libro). Es una extraña voz poética la empleada en la Saga: una tercera persona, de la que se habla sin ser propiamente persona. Imposible que constituya un personaje común, más bien adopta las características de un arquetipo. Forma parte de esa comunidad provista de misterio que menciona Shakespeare en La Tempestad: “Somos la sustancia/de que están hechos los sueños/ y nuestra breve vida/ se halla cercada por un sueño” en (traducción de  Albert Vanasco).

Y no hay que pasar por alto que lo dice un mago, Próspero, pues la magia también impregna la Saga. Magia como empatía con los objetos, con la existencia, con lo indescriptible y lo inasible; la invocación de las palabras a manera de conjuro; es decir, poesía: “Cada objeto para el veedor fue mágico:/ siempre plurales todos, nada unívoco”. Dice Eric Bentley, precisamente antes de la cita shakespereana: “La naturaleza enigmática de los grandes personajes involucra, asimismo, una dimensión cósmica: que la vida es sólo una minúscula luz en una vasta penumbra”. La vasta penumbra a la que el veedor conduce “los mismos pasos en las mismas huellas”.

El veedor siempre es mencionado como tal, jamás asume una persona gramatical de la que se hable o adjetive, tampoco es persona, lo que subraya su carácter insustancial, “hubo un tiempo en que fui el que no soy”, y, conforme avanza el poema, deja de tener atributos: “la mirada que ahora se disipa”, “manos sin instrumento”, “también tuvo un su cuerpo”, “su percepción quedó sin alma”, hasta llegar al desenlace (que no es final aún) del drama: “el veedor invidente”, epítome de las contradicciones, del sinsentido existencial, de la pérdida que es al mismo tiempo recuperación. Sólo lo incontenible ofrece un asidero, pues las fronteras que enmarcan su sustancia delinean más allá la realidad. Y el veedor recurre a sus contactos, lanza el anzuelo en todas direcciones y se decanta entonces ante la multiplicidad. Es y no frente a su propia transparencia. Antes de él, el tiempo; después, los mismos pasos en las mismas huellas. Y entretanto, nada. Sólo transcurrir. Sólo la inminencia del ahora que nunca acabó de llegar. Si algo existió, fue un contrasentido: nada en el prisma del tiempo escapa a las aristas del silencio. El veedor fue testigo. Y ha de resucitar de entre los muertos para morir de nuevo, un instante tras otro, como mirada pura, como un sucio ojo que nunca despertó. El tiempo es, inmóvil, una simple ilusión de la memoria.

Juan Guillermo siguió escribiendo, modificando y reescribiendo hasta sus últimos días. Hace tres años trabajó de nueva cuenta la Saga, en la que separó estrofas, unió versos haciéndolos muy largos, a otros los dividió. En esa siega y trilla, eliminó, por ejemplo, los dos últimos del poema citado. Quiero entender que el veedor no tendría por qué haber conservado la memoria. Además de hacer cambios e inserciones, obtuvo la culminación de su escritura, en dos momentos: el Monólogo del Veedor, que --como enuncia-- incrusta el yo poético para configurar un maravilloso monólogo dramático. Y, como si no fuera suficiente tal logro, terminó de escribir la Segunda saga del Veedor. A lo lejos, muy lejos, apenas perceptible, la luz que llaman final ha sido soñada, una y otra vez, por los ojos sin sueño del veedor.

Intenso y enigmático poema, que recoge el sinsentido de la existencia con ánimos renovados. Versos que están en espera de ser editados. Poema que se despide de esta inquietante manera: Y en tránsito final, en los rescoldos del destello, aún puede leerse: “non se fizo la luz para solaz de çiego”, antes que un tenue soplo los disperse.

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