Otro músico rechazado

domingo, 29 de enero de 2012 · 00:22
MÉXICO, D.F. (Proceso).- Con fundamento y reiteración, criticar a nuestras instituciones es pan cotidiano del acontecer patrio. ¿Hay quién pueda negarlo? ¿Existe alguien que no las padezca? ¿No estamos sobrados de razones para pretender “mandarlas al diablo”? Aunque, por obvio que parezca, la abstracta inquina que se les reserva no siempre se canaliza hacia las voluntades humanas que las dirigen y las prostituyen, pues, la esencia del problema reside en la falibilidad de sus representantes y, sobre todo, en su carencia de ética. En los estatutos, los perfiles de quienes han de gobernarlas son atinados, mas en la práctica aflora la mediocridad y se manifiestan esas inseguridades que, por norma, se traducen en ansias de poder. Tristemente, el aforismo de Marco Anneo Lucano (39 d. C. – 65 d. C.) se verifica en cada trecho de la historia: Virtus et summa potestas non coeunt, es decir, “La virtud y el poder supremo son incompatibles”. Abundemos en el tema ciñéndonos al encuadre musical. ¿A alguien le resultan familiares los nombres de los maestros Francesco Basilli (1767-1850) y Théodore Dubois (1837-1924), por citar dos ejemplos que tipifican la globalidad?... Lo primero que los identifica es que ambos tuvieron puestos de poder y que no dudaron en ejercerlo. Vayamos por orden cronológico. Corresponde a Basilli la gracia de haber presidido a la comisión examinadora que denegó el ingreso al conservatorio de Milán del inexperto Giuseppe Verdi (1813-1901). Los motivos: que a un muchacho de 18 años de edad iba a serle muy arduo corregir su posición de las manos al tocar el piano y a sus deficiencias en el contrapunto. Cabe la pregunta: ¿No había hecho Verdi la solicitud, precisamente, para corregir los defectos de su formación inicial? Colofón de lo acontecido es que en el ápice de la gloria, a Don Giuseppe se le pidió permiso para que la institución que lo había rechazado llevara su nombre. Comprensible la respuesta: “No me que quisieron de joven, no me tendrán de viejo.” El entuerto se regularizó con el deceso: El Conservatorio Verdi di Milano lleva una centuria llamándose así y las melodías del repelido estudiante son tarareadas por media humanidad; a la música del sabio contrapuntista Basilli ni las almas muertas la recuerdan. Tocó en suerte a Théodore Dubois dirigir el conservatorio de Paris en el momento en que Maurice Ravel (1875-1937), alumno estrella de la institución, sometió sus trabajos como candidato del Prix de Rome, la beca de estudio más codiciada a la que los franceses podían aspirar.[1] Prerrogativa del señor director era la asignación del beneficiario. Sabedor de su valía, Ravel hizo su primera candidatura y fue desestimado; al año siguiente volvió a intentarlo y, extrañamente, el recelo persistió. En el tercer intento Ravel pensó que su perseverancia daría frutos pero, una vez más, su nombre apareció entre los eliminados. Perplejos, sus condiscípulos y Gabriel Fauré, su profesor, lo alentaron para que hiciera un cuarto tentativo; sin embargo, el menosprecio en su contra mantúvose intacto. Para el quinto año consecutivo Ravel juró que sería el último y, en efecto, así lo fue: Dubois volvió a considerarlo indigno del premio. La reiterada afrenta propició el escándalo. Romain Rolland, catedrático del conservatorio, se implicó en el affaire Ravel y mandó una carta a la Académie de Beaux-Arts denunciando lo sucedido. El corolario: de ahí en adelante, el tenaz perdedor no aceptaría ninguna condecoración proveniente de instituciones galas;[2] para el abucheado Dubois no quedó otra salida más que renunciar a su cargo. ¿Quisiéramos hurgar en las tropelías de esa índole cometidas en nuestro país? No nos alcanzaría ni el espacio, ni el tiempo, ni tampoco el ánimo. Lo que no sepamos podemos intuirlo, y no estaremos errados en ninguna de nuestras intuiciones. En México se denuesta por placer y se sobaja por tradición, es heredad de un mestizaje inasimilable. Pobres de aquellos que intenten abrirse brecha confiando en que las instituciones que los amparan habrán de apoyarlos con equidad. No habrá ley justa que sopese sus méritos y, menos aún, si eso depende del juicio de algún “superior” que se hizo del puesto merced a las retorcidas vías que nos distinguen. Ya entrados en materia será conveniente circunscribirnos al mismo siglo en que nacieron los europeos recién aludidos. ¿Cuál es la música mexicana de esa centuria que recordamos y quiénes la compusieron? Resultará sorprendente caer en la cuenta de que la supremacía absoluta en el gusto de la época recaía en la música para piano de salón. Valses, polkas, popurrís y mazurcas constituían la dieta reglamentaria de la sociedad pudiente; y de todo ese repertorio, ¿cuáles son las obras más conocidas? Acaso podremos convenir en tres: Sobre las olas de Juventino Rosas (1868-1894), Dios nunca muere de Macedonio Alcalá (1831-1869) y el Vals poético de Felipe Villanueva (1862-1893).[3] Veamos ahora qué tan bien se la pasaron o, qué tanto aprendieron en el conservatorio nuestros paisanos. Curiosamente, los tres tuvieron sangre indígena y no pudieron eximirse de los prejuicios raciales. (Notemos en este punto que a Verdi y Ravel no se les discriminó por cuestiones de raza). Rosas logró inscribirse en la sacrosanta institución, pero al cabo de soterrados desaires y de una accidentada permanencia –su alcoholismo como factor de relieve- fue obligado a darse de baja. Caso similar fue el de Alcalá quien, una vez aprendidos los rudimentos de la música en su natal Oaxaca fue enviado a la ciudad de México para proseguir sus estudios donde deambulaban los dioses de la música, los muertos y los vivos, que eran lo mismo. Fue tal el impacto del edificio conservatoriano y el de los divinos aires del profesorado que el campesino oaxaqueño se achicopaló; a eso se agrega que a la hora de pedir informes se le dejó saber que ya estaba muy mayorcito para la profesión, que era necesario disponer de piano propio y que los estudiantes de provincia acababan extrañando mucho lo que habían dejado en casa. Macedonio regresó a la suya con el sombrero más caído que antes y su incontenible afición por la bebida hizo el resto. Dios nunca muere lo compuso en estado terminal de cirrosis hepática y en la miseria más absoluta. (Es de subrayar la edad de su fallecimiento: 38 años. No olvidemos la de Juventino: 26). Acerquémonos al último de la tríada con la intención de sumarnos a la conmemoración a la que tendría derecho. Felipe Villanueva nace en el municipio de Tecámac, Edo. de México, hace 150 años, el 5 de febrero de 1862, para ser exactos. Como la de sus colegas, la suya también es una vida corta y, asimismo, queda signada trágicamente por la embriaguez. Muere a los 31 años en condiciones de delirium tremens agudo. En cuanto al reconocimiento post mortem, hay que admitir que la nación no ha sido parca: Sus restos reposan enla Rotonda de las personas ilustres, la sala de conciertos más importante del Edo de México lleva su nombre, así como también el de su pueblo que ahora se anexa el de su hijo predilecto, empero, dos terceras partes de su obra –se infiere la creación de 78 composiciones- está extraviada y dentro de esa porción restante sobreviven aún partituras inéditas. (No está por demás señalar que aquellos que han realizado la difusión y estudio más exhaustivo de la obra pianística son la polaca Eva María Zuk y el uruguayo Edison Quintana). ¿Nos asombra? No, si comparamos su caso con el de otros músicos mexicanos del decimonónico; sí, si apelamos a los hechos que acreditan su calidad. Para empezar, Villanueva fue el compositor más precoz de los citados. Verdi y Ravel comenzaron sus esbozos compositivos en la adolescencia, Villanueva en la niñez. Su primera obra, por supuesto desaparecida, fue una cantata en honor del cura Hidalgo escrita a los 10 años. Tenemos después las piezas para piano El último adiós, La despedida y No más llorar que Felipe compone a los 11, para sobreponerse al trauma que le representa su desprendimiento familiar al mudarse con un hermano al D.F. con la idea de ingresar al conservatorio. Tal decisión proviene de su padre, un anómalo Presidente municipal que no lucra con su puesto y que, no obstante su estrechez de medios, se empeña con ahínco en educar a sus 13 hijos. A la postre, su salud se resquebraja dejando huérfano a nuestro músico cuando éste cumple 15 años; su sucesor en el municipio de Tecámac manifiesta su inconformidad por el “excesivo” presupuesto que el señor Villanueva destinaba a la educación. La secundaria de música del pueblo que tantos desvelos había suscitado se clausura. En la orfandad, Felipe sobrevive ejecutando el violín en teatros de tercera, dando lecciones a señoritas pudibundas y tocando el piano en el Casino Nacional. Su amigo Luis G. Urbina nos lo describe: un indio puro, de ojos inquisidores, altivo, ralo bigote azteca, sólido, correctamente vestido de negro, […] que lograba lo increíble: las personas se levantaban de la mesa de juego atraídos por sus Danzas humorísticas o sus deliciosos chotis…”. Aunque no lo exploten, sus editores de la Casa Wagner y Levien le pagan a cuentagotas los derechos por la venta de sus piezas, y con eso no alcanza; tampoco los 50 centavos que cobra por sus clases particulares. Puntos climáticos de su biografía son las exiguas presentaciones de su música: Lo más sobresaliente es el estreno de su ópera Keofar en el Teatro Principal –también perdida- y la selección que hace el eminente Eugène D´Albert (1864-1932) de una de sus Mazurkas para presumirla en su gira mexicana.[4] (D´ Albert, uno de los pianistas más destacados de su tiempo, no tiene reparos en declarar que Villanueva es, en su opinión, el compositor más talentoso con que cuenta el continente americano). ¿Y qué hubo de la filiación de Felipe con el conservatorio? Muy sencillo; al año de estar inscrito, su insigne maestro de violín exige que lo expulsen por su “falta de talento”…      

[1] El galardón consistía en una jugosa subvención de cuatro años, en los que se incluía una estancia de 12 meses en la Villa Medici de Roma para trabajar sin preocupaciones en los proyectos personales. Algunos de sus ganadores fueron Berlioz, Gounod, Bizet, Massenet y Debussy.
[2] Aceptó, únicamente, ser Caballero de la Orden del rey Leopoldo de Bélgica y el Doctorado honoris causa de la universidad de Oxford. La Légion d´honneur francesa la rechazó sin inmutarse.
[3] Podría también incluirse el Vals Capricho de Ricardo Castro, pero su virtuosismo lo proyecta más hacia la sala de conciertos.
[4] Se recomienda su audición, así como la de su Vals poético. Pulse las ventanas de audio correspondientes. 1.-  Tercera mazurca. (Silvia Navarrete, piano. CLÁSICOS MEXICANOS, UNAM, CONACULTA, INBA. 1998) 2.- Vals poético (Gustavo Rivero Weber, piano. RADUGA,  CONACULTA, UNAM, 1996)

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