LIBROS

Byron y Elvis en “Sexual Personae”, de Camille Paglia

El título está inspirado en “Persona”, aquella obra maestra del cineasta sueco Ingmar Bergman, con el fin de llenar el hueco entre el artista y la obra de arte con metáforas inspiradas en la Cambridge School of Antrhoprology.
jueves, 28 de octubre de 2021 · 10:28

CIUDAD DE MÉXICO (apro).- “¿Qué es el sexo? ¿Qué es la naturaleza?”, se pregunta la escritora Camille Paglia en el prefacio a “Sexual Personae. Arte y decadencia desde Nefertiti a Emily Dickinson” (Paidós, traducción de Pilar Vázquez Álvarez, 857 páginas con fotos), a lo que la misma profesora de humanidades y comunicación de la Universidad de Filadelfia responde:

“Yo creo que el sexo y la naturaleza son dos brutales fuerzas paganas. Estoy segura de que mi hincapié en la verdad de los estereotipos sexuales y en la base biológica de las diferencias sexuales será motivo de polémica. En este libro quiero reafirmar y celebrar el antiguo misterio y el atractivo de la mujer. Veo en la madre una fuerza abrumadora que condena al hombre de por vida a la ansiedad sexual, de la que pretende escapar mediante el racionalismo y los logros físicos.”

A lo largo de 24 capítulos, Camille Paglia (Endicott, Nueva York, 1947) nos llevará por los territorios de la personalidad occidental que el libro rastrea a través de los tipos o “personas” (“máscaras”) recurrentes. El título está inspirado en “Persona”, aquella obra maestra del cineasta sueco Ingmar Bergman, con el fin de llenar el hueco entre el artista y la obra de arte con metáforas inspiradas en la Cambridge School of Antrhoprology, siendo el interés de la autora fusionar al antropólogo escocés James George Frazer de “La rama dorada” con el “Padre del psicoanálisis”, Sigmund Freud.

Paglia se remonta a los mitos de Apolo y Dionisio para analizar la belleza pagana y el arte renacentista italiano. Después hace largo periplo por la literatura inglesa destacando “The Faerie Queene” de Spencer, las figuras dionisíacas de Shakespeare, los románticos Blake, Wordsworth, Coleridge, Shelly, Byron y Keats. Además de Balzac, Beaudelaire, Goethe y la novela gótica, “Rousseau contra Sade”, y Walter Pater, le dedica capítulos al irlandés Oscar Wilde y culmina en Poe, Hawthorne, Melville, Whitman, Henry James y Emily Dickinson, entre otros.

Publicada originalmente por Yale University Press en 1990, esta edición con medio centenar de ilustraciones acaba de salir en México (www.planetadelibros.com.mx y www.paidos.com.mx). Paglia ha escrito asimismo “Sexo, arte y cultura en los Estados Unidos” (Aguilar, 1995), “Vamps & Tramps” (Valdemar, 2001), “Los pájaros” (Gedisa, 2006) y “Fanatismo pasado y presente” (Turner, 2006). Para nuestros lectores, hemos realizado una selección de los fragmentos finales del capítulo decimotercero “Espacio y velocidad”, dedicado a la figura, arte y personalidad escandalosa del poeta romántico londinense Lord Byron (1788-1824).

El rock de Lord Byron

La música rock es por lo general un oscuro estilo demónico. Los Rolling Stones, la mejor banda de rock que haya existido, son herederos de Colerigde.

Pero el rock también tiene un estilo apolíneo, luminoso, una combinación de sol y velocidad: los Beach Boys. 

“Don Juan” [de Byron] y los Beach Boys combinan la juventud, la androginia, la oxigenación y la velocidad. Lillian Roxxon dice que el primer disco de los Beach Boys es “una celebración del aire libre y de la velocidad, la velocidad del agua o de la carretera” [“Rock Encyclopedia”, N. Y. 1969]. El romance con el movimiento sobrevive en esas armonías vertiginosas y esos resoplidos de locomotora o de barcos de vapor de las canciones de los Beach Boys. Los Beach Boys convirtieron al surfista californiano en un nuevo arquetipo americano, como el cowboy. Claro está que no hay una forma más pura de deslizarse o de pasar rozando por una superficie que el surf.

Los Beach Boys utilizan como voz cantante una especie de falsetto, acompañada por un coro aniñado; su sonido es afeminado al tiempo que entusiásticamente heterosexual, como en la inmortal “California Girls”. En Byron encontramos esta misma extraña contradicción. (…) 

Byron y Elvis Presley se parecen, especialmente de perfil, cuando muestran su vigorosa nariz griega…  En “Glenaron”, un “roman à clef” [NT: novela en clave] que narra su historia de amor con Byron, Caroline Lamb describe la primera impresión que causa en su protagonista: “La petulante mueca de su labio superior expresaba arrogancia y amargo desprecio”. 

La displicente expresión de Presley era tan emblemática que él mismo se reía de ella. En un programa especial de televisión que le fue dedicado en 1968, torció el morrito y, para el regocijo del público, murmuró: “Tengo algo en mi labio”. La mueca de desprecio romántico es desdén aristocrático: a Presley todavía le siguen llamando “el Rey”, lo que es un testimonio de la necesidad de ritual de las masas democráticas. 

Como “personas del sexo” revolucionarias, Byron y Presley tuvieron ambos un primer estilo y un estilo tardío: una perturbadora amenaza primero, y una urbana magnanimidad después. Sus modales cotidianos eran varoniles y gentiles. Presley tenía un callado y cautivador encanto. Según Peter Thorslev, el héroe byroniano es “inevitablemente cortés con las mujeres” [“The Byronic Hero”, 1962]. Byron y Presley rompieron moldes y fueron los dos conductores de una fuerza titánica y, sin embargo, su emotividad y sentimentalismo fueron profundamente femeninos. 

Ambos tuvieron un periodo tardío orientalizante. Byron, atraído por los temas orientales, marchó a luchar contra los turcos en la guerra de independencia griega y murió de una misteriosa enfermedad en Missolonghi. Un retrato lo muestra tocado con un turbante de seda y una chilaba albana bordada. El estilo de indumentaria de la última década de Elvis Presley era casi mitraico: camisas bordadas con piedras de bisutería, grandes cinturones tachonados, anillos, cadenas, fajines, pañoletas. Recuerda a la última etapa de Napoleón, tal como aparece en el retrato de Ingres: entronizado como emperador con un esplendor bizantino, sobrecargado de terciopelos, armiños y joyas. Napoleón, Byron y Presley partieron de una especie de “malditismo”, afirmando su juvenil voluntad masculina, y terminaron los tres como ornados “objets de culte”.

(…) Otro paralelismo: Byron y Presley eran famosos por su atlético vigor y, no obstante, los dos padecían enfermedades crónicas, unas enfermedades que nunca llegaron a estropear el brillo de su tez o su robusta belleza. Los dos se pasaron la vida luchando contra los kilos. Presley perdió la batalla ya hacia el final de su vida. Los dos murieron prematuramente; Byron a los treinta y seis años y Presley a los cuarenta y dos. La autopsia de Byron reveló que tenía el corazón dilatado, degeneración del hígado y de la vesícula biliar, inflamación y obstrucción de las suturas cerebrales [Westminster Review, 1824]. Presley también tenía el corazón dilatado y padecía de una degeneración del colon y el hígado. En ambos casos, una tremenda energía física se combina extrañamente con todo tipo de desórdenes internos, como una protesta del organismo. La adicción a las drogas de Presley era un síntoma, no la causa. Desde un punto de vista psicoanalítico, tanto Byron como Presley practicaron el arte secreto femenino de la automutilación (…)

Una de las marcas distintivas del periodo tardío orientalizante de Presley era aquella especie de gota rígida que le prolongaba el cuello como una V, de modo que parecía que éste se sumergía en el pecho. En sus conciertos de Las Vegas, Presley se cubría ritualmente el cuello con grandes pañuelos que iba tirando al público: la autodistribución cual fórmula mágica para recordar su cuello. Haced esto en memoria mía. 

¿De dónde viene el carisma? ¿Dónde permanece? Byron estaba lleno de ideas políticas, las cuales le condujeron a sacrificar su vida por la causa de la libertad. Pero en realidad, era un Alcibíades cuyo atractivo era demasiado intenso para la sociedad en que vivía. Inglaterra no podía tolerar la presencia de Byron y terminó por expulsarlo compulsivamente. El narcisismo perfecto es fascinador y, por lo tanto, carente de moral. El narcisismo de Byron liberaba el fenómeno arcaico y asocial, del incesto. ¿Qué hubiera sucedido si Byron hubiera entrado en la política inglesa? Contamos con el precedente de otro “hombre bello”, George Villiers, primer duque de Buckingham, que fue favorito de Jaime I y de Carlos I. Hace veinte años, visitando el Palazzo Pitti, me emocioné profundamente ante un retrato apenas iluminado, casi oculto, de una sorprendente belleza andrógina. Resultó ser un retrato de Buckingham realizado por Rubens. En el papel de Buckingham en “Los tres mosqueteros” de Richard Lester (1974), Simon Gray está maravillosamente caracterizado a fin de que se parezca al retrato de Rubens. [https://youtu.be/Aiub1BbiXdA]

David Harris Wilson observa:

“Buckingham era un joven seductor que tenía algunos de los atractivos de los dos sexos. Alto, con un gran donaire y bien proporcionado, tenía mucha fuerza física y dominaba los deportes corporales… El anticuario y cronista D’Ewes lo describía así: ‘Todo en él me parecía lleno de delicadeza, de hermosas facciones, sí, sus manos y su rostro me parecían especialmente afeminados u extraños’ [“King James”, N. Y., 1956].” (…)

Alcibíades contribuyó a la caída del imperio ateniense. Buckingham aceleró la Revolución inglesa. El exceso de carisma es peligroso para uno mismo y para los otros. 

Byron le hizo un favor a Inglaterra exiliándose. La energía y la belleza juntas pueden abrasar; es una combinación divina y destructora. Byron creó ese culto a la juventud que llevaría a Elvis Presley a una fama incómoda. En nuestra cultura de consumo, pudo ignorar la política y construir su imperio en otra parte. Una función ritual de la cultura popular contemporánea: emular y purificar al gobierno. La moderna personalidad carismática tiene acceso al cine, a la televisión y a la música, que llegan a todas partes. Los medios de comunicación actúan como una barrera de protección política, que de no ser así se desequilibraría por la entrada de ese tipo de hombres cuyo glamour es un Presley que domina la imaginación, pero no un Buckingham que desorganiza el Estado. 

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