Cine
Víctor Saca y la orfandad cósmica
Su pasión por el cine era sólo una vertiente más de la pasión de Víctor Saca por las artes. Era amante de la literatura, del teatro, de la danza, de la pintura y la fotografía.CIUDAD DE MÉXICO (apro).- El testimonio es necesario porque olvidamos pronto. Hace unos días inesperadamente partió Víctor Saca, cineasta, cinéfilo, profesor, peculiar sibarita. Originario de Terán, Nuevo León, su vida la pasó principalmente en Monterrey y la Ciudad de México, ciudades donde también produjo su obra cinematográfica.
A Víctor lo conocí en 1988, en mi primer semestre en la Universidad de Monterrey (UdeM). Siendo el cine mi primordial interés, sus clases fueron las que mayor impacto tuvieron en mi formación universitaria, y durante mi tiempo como estudiante comenzamos a forjar la amistad que nos unió más de tres décadas. Durante ese tiempo que también compartimos como colegas en el cine y en la UdeM, fui testigo del singular impacto que tenía en sus estudiantes, pero sobre todo de su importantísima contribución al cine a través de todos nosotros. Su legado se ramifica a partir de su obra y su vocación docente.
Hoy, tras su muerte, las redes sociales están inundadas de mensajes y conmemoraciones, pero ¿en cuánto tiempo olvidaremos su partida, como hemos olvidado la de tantos otros? Me parece que siendo Víctor Saca una figura fundamental para el cine de Nuevo León es importante dejar testigo, porque la vida es efímera, pero el legado permanece. Cualquiera que lo haya conocido sabe que a Víctor Saca lo habitaba una personalidad compleja que sin embargo estaba regida por un profundo sentido de justicia, de lo que era importante defender y perseguir.
Su pasión por el cine era sólo una vertiente más de su pasión por las artes. Era amante de la literatura, del teatro, de la danza, de la pintura y la fotografía. Todas las manifestaciones estéticas eran deleitables, disfrutaba de cada una con el placer y la emoción de la primera vez, aunque fuera la vigésima. En muchas de ellas también se embarcó con un fervor que lo consumía. Mucho de lo que cuento aquí, me lo compartió el mismo Víctor Saca, por lo que quizá no se ha dicho en otra parte, pero me parece que resulta muy valioso que se asiente en palabras. También, tengo acceso a algunas de sus películas, a su Currículum Vitae y sus guiones. Si hay alguna imprecisión, será culpa de mi memoria.
Víctor nació en 1951 en una familia de inmigrantes con orígenes en el Medio Oriente. Ya en su jubilación él soñaba con visitar la tierra de sus antepasados en Siria. Incluso planeaba un viaje que resultó demasiado peligroso para ser posible. Su padre fue comerciante, su madre, dedicada a la familia, cargaba el peso de un hijo que había fallecido trágicamente pocos años antes del nacimiento de Víctor. Víctor la recordaba como una madre en luto permanente, pero la amó y procuró hasta sus últimos momentos. Tras la muerte de su madre, jamás regresó a Terán. Víctor estaba decidido a crecer a través del estudio. Becado viajó a Monterrey, donde el estipendio anual para libros que le otorgaba dicha oportunidad era la ocasión para devorar a los maestros de la literatura. De la prepa, pasó a la naciente UdeM, donde primero le atrajeron las letras, pero pronto encontró una nueva ruta en la recién fundada licenciatura en Ciencias de la Información, donde se graduó de la primera generación. En aquel entonces, el programa que había fundado Horacio Guajardo estaba repleto de materias de español y literatura, lo que le permitió profundizar aún más en las letras.
Al terminar sus estudios en la UDEM, Víctor viajó a la Ciudad de México. Su formación universitaria y pasión por las letras lo dirigieron a la UNAM, donde se inscribió en la maestría en Filología, pero nunca inició sus estudios. El magnetismo del recién creado Centro de Capacitación Cinematográfica (CCC) lo atrapó. La posibilidad de hacer cine lo emocionaba y cautivaba. Ahí conoció y se hizo amigo de los grandes del cine: Rafael Castanedo, Felipe Cazals, Arturo Ripstein, incluso Luis Buñuel. Pronto encontró su lugar en el mundo de la cinematografía y floreció como uno de los grandes alumnos del CCC. Sus tiempos no fueron fáciles. Le tocó vivir el incendio de la Cineteca Nacional (vecina física del CCC en ese momento), la crisis de 1982, la devastación del sida entre la comunidad artística de la Ciudad de México.
Sin embargo concluyó la especialidad con éxito, y su tesis, “Laudate Pueri” (1983), lo llevó a recibir el Ariel a mejor cortometraje en 1984. Sin embargo, el ingreso a la industria cinematográfica no podría haber llegado en peor momento. El cine, hundido en la misma crisis financiera que ahogaba al país, rodaba cada vez a menor paso. Debido a su trayectoria en el CCC, Víctor fue seleccionado como uno de los directores del largometraje ómnibus “Historias violentas” (1985, junto a Carlos García Agraz, Daniel González Dueñas, Diego López Rivera y Gerardo Pardo), pensado en introducir a una generación de directores en la industria. El segmento a su cargo “Servicio a la carta” estuvo estelarizado por Roberto Cobo, Claudio Obregón y Josefina Echánove. La película se presentó en la naciente Muestra de Cine Mexicano de Guadalajara, donde recuerdó haber conocido a un jovencito entusiasta que colaboraba en el festival llamado Guillermo del Toro. Sin embargo, tras el estreno de “Historias violentas”, la situación del cine mexicano de los años 80 hizo imposible que Víctor pudiera estar al frente de su propio primer largometraje.
Así, en 1984 sale de la Ciudad de México para buscar nuevas oportunidades. Su carrera docente la había comenzado ya desde 1976, combinando sus estudios en el CCC con la impartición de clases en el Colegio de Bachilleres de la Escuela de Diseño del Instituto Nacional de Bellas Artes. No fue difícil regresar a Monterrey y en primera instancia acercarse a la docencia para sustentarse. En la Universidad Autónoma de Nuevo León impartió el Taller de Camarografía III, pero fue en la UdeM donde encontró el espacio para desarrollar una carrera docente por el resto de su vida laboral. Inquieto como siempre, en 1985 fundó el grupo de teatro Vidrio rojo, con el que realizaría diversas producciones y en el que inició su colaboración con Claudia Frías, actriz que participaría en prácticamente todos sus proyectos cinematográficos.
También a final de la década de 1980 realizó una estancia en Alemania, país de origen de los cineastas que apreciaba encarecidamente como Schlöndorff, Fassbinder, Herzog y Wenders. A principio de los años 90, cuando la industria del cine se comenzaba a recuperar después de una década de sequía, Víctor logró consolidar el apoyo para filmar su ópera prima “En el paraíso no existe el dolor”, con guión de su autoría, y que filmó a finales de 1993. La película la estelarizaron Miguel Ángel Ferriz, Evangelina Elizondo, Claudia Frías y Fernando Leal. El rodaje causó un revuelo en la ciudad, incluso notas de prensa de un día del rodaje en el que simulaban un accidente automovilístico.
Pero llegar a la pantalla fue más difícil. Por dificultades en la postproducción y una prohibición que Jorge Ayala Blanco en “La fugacidad del cine mexicano” atribuye al miedo que el Imcine tenía al tema de la cinta, se estrenó hasta 1998. La película es la primera en el cine mexicano que tocó el tema del sida, y que el mismo Blanco define como una “meditación sobre las resonancias emotivas de la muerte”, cuyo tema central es “la orfandad cósmica”. La experiencia fue para Víctor un doloroso “via crucis” que ocupó la mayor parte de la década. El estreno en Monterrey fue particularmente doloroso. Víctor contaba la anécdota de que por casualidad se enteró que la película se pasaría en Monterrey. Narraba que al llegar la fecha el cine no había recibido la copia de proyección por parte del Imcine. Para salvar la situación, él tuvo que proveer una copia de prueba, sin las correcciones de luces y color. En el periódico se publicó una nota que resaltaba sobre todo el enojo de Víctor ante la situación y cómo después de un pase de prensa decidió retirar la película de la exhibición. Esa nota lo perseguiría por mucho tiempo.
A pesar de todo, la cinta se robó para sí misma el título de la primera producción de largometraje con intenciones autorales realizada en Monterrey, desde que Gherardo Garza Fausti había filmado “Entre dos mundos” a finales de la década de los sesenta. En 1999, tras finalmente llegar a las salas de cine, la cinta recibió el Heraldo por mejor director debutante y la crítica fue particularmente buena. La temática y el enfoque de la cinta tuvieron repercusiones que fueron más allá de México. En 2003, David William Foster, de la Universidad de Texas, le dedicó “En el paraíso no existe el dolor” una sección en su libro “Forging Queer Spaces: Queer Issues in Latin American Cinema”, resaltando la importancia de la película en la representación de Monterrey. Pero el incansable Víctor no se dejaría vencer ante las adversidades de la producción cinematográfica. Para cerrar la década regresó a la escuela y obtuvo el grado de maestro en humanidades en la Universidad de Monterrey.
Renovado y con ganas de regresar al cine, filmó en 16mm “No puedo vivir sin ti” (1999), una historia de seres sobrenaturales. Consolidado por su trabajo previo, de 2000 a 2003 fue miembro del Sistema Nacional de Creadores, lo que lo llevó a su siguiente proyecto, el primer documental de su obra, “Derange in the Ranch/Trastorno en el Rancho” (2004), una exploración sobre lo que para él desquiciaba a Monterrey. Al mismo tiempo, desarrollaba el que quería que fuera su siguiente proyecto de largometraje “Mucho Mistrust”, que traducía al desierto potosino la admiración que le tenía Víctor a David Lynch y que escribió en colaboración con Jaime Palacios. El proyecto de alto presupuesto y ambiciones se topó con diversos obstáculos, y finalmente quedó pospuesto indefinidamente.
Tres cortometrajes completarían su obra cinematográfica: “Retrato de una mujer y su reflejo”, seleccionada para el V Festival de Cine de Morelia en 2008; “El demonio, la santa y el loco”, con guión de Jaime Palacios (2010); y “Trinidad”, coescrita con Andrés Clariond (2011). Estos cortometrajes, vistos como una trilogía, profundizan en la reflexión de Víctor sobre la identidad, la mirada a sí mismo, y el enfrentamiento con la realidad. En cierto sentido, continúan la temática de la orfandad cósmica de la que hablaba Ayala Blanco, el ser individual, inconexo, que navega la vida de forma única. Esta temática resurgirá una vez más en su último guión de largometraje, que narra la historia de Rosa Carmín en su proceso por consolidarse como cineasta, enfrentar la que piensa es una locura inminente, y el reencuentro con su pasado.
Aparte de su obra cinematográfica, el legado de Víctor Saca está en la formación de cientos de comunicadores y cineastas, principalmente en la Ude M. Todos recordarán sus clases de apreciación cinematográfica, guión y producción de cine. Su complicidad en la creación de la licenciatura en Producción Cinematográfica Digital fue esencial para que despegara el proyecto, y el impacto que tuvo en las primeras generaciones, antes de su jubilación, fue importantísimo para consolidarlas.
El apoyo de Víctor a cineastas y promotores de manera individual también fue de gran valor para el cine de Nuevo León. Andrés Clariond, ahora un director consolidado, fue quizá el cineasta a quien más de cerca brindó su apoyo, aunque hubo muchos otros en distintos momentos. También personalmente recibí su apoyo en múltiples ocasiones en torno al proyecto del Festival Internacional de Cine de Monterrey, donde desde la primera edición participó como jurado. Y será a través de sus múltiples alumnos y colaboradores que el principal legado de Víctor Saca seguirá presente en el cine de Monterrey y México.
Pero la vida de Víctor Saca no fue solamente cine. Era un dedicado aficionado al tenis y al futbol europeo. Recuerdo haberlo acompañado a comprar la pantalla más grande disponible en su momento para disfrutar mejor, no de su colección de películas, sino de los partidos deportivos. También era un amante de la buena comida, la que descubría en muchas partes, no solamente en lo refinado. Su restaurante favorito de comida china, a donde seguro nos invitó a muchos, el “Pekin”, es un local modesto en la calle Vicente Guerrero del centro de Monterrey. Igual compartíamos el buffet de comida árabe en el “Beirut” y le fascinaban las tortas de “Los Mostos”.
Jubilado y libre de compromisos viajar fue su más reciente pasión. La pandemia le impidió realizar el último que tenía planeado, a Egipto. Otros viajes sí logró emprenderlos, como el que hizo por España o el que lo llevó a Rusia, desde donde recibí un día una llamada en la que emocionado platicaba su visita al Hermitage y la cena de langosta y caviar que por catorce dólares estaba degustando justo en ese momento. Su plan de emigrar a Portugal y vivir allí los últimos años de su vida en una pequeña casa fue interrumpido por su propio corazón. Su departamento de Venustiano Carranza y Washington, locación de sus películas, guarida de guionistas, casa de su gata Nena, y estadio virtual de Wimbledon, fue su casa por más de tres décadas, y allí partió del plano terrenal.
Quizá ahora el título de su único largometraje cobra mayor sentido, y en su paraíso, con sus amigos, su hermana favorita y su madre, descubra que no existe más el dolor de la orfandad cósmica.
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