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"La trinchera infinita"

Topos se llamó a aquellos perseguidos por el franquismo que tuvieron que vivir ocultos en sus casas, protegidos por sus familias, temerosos de ser delatados por vecinos o parientes.
sábado, 13 de febrero de 2021 · 20:25

CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).– Desde la muerte del dictador Francisco Franco (1975), ficciones y documentales se dieron a la tarea de hablar del doloroso tema de la Guerra Civil española, quizá la más dolorosa página de la historia de España debido a sus luchas fratricidas; sin embargo, el exilio, que provocó una forma de diáspora de su cultura, no se ha explorado tanto, y menos aún el asunto de los topos, especie de exilio hacia adentro. Ese es el tema que explora La trinchera infinita (España, 2019).

Realizada a seis manos por Jon Garaño, Aitor Arregui y José Mari Goenaga, la saga, de 2 horas 47 minutos, puede verse con calma en la inevitable plataforma de Netflix.

Topos se llamó a aquellos perseguidos por el franquismo que tuvieron que vivir ocultos en sus casas, protegidos por sus familias, temerosos de ser delatados por vecinos o parientes; no fue hasta el indulto de 1969 que esos topos empezaron a salir del sótano. La premisa del guion de Luiso Berdejo y de Goenaga, por inverosímil que parezca, está basada en hechos reales, de esas vidas de partidarios de la República que aún después del permiso no se atrevían a abandonar su trinchera de más de 30 años.

Higinio (Antonio de la Torre) y Rosa (Belén Cuesta) están recién casados, cae la República y comienzan represalias, fusilamientos, delaciones; la pareja cava un agujero para esconder a Higinio, el tiempo pasa, la cotidianidad se instala, el riesgo no disminuye, nace un hijo (quizá producto de una violación), y la vida se reduce a vistazos del mundo exterior, o lo que permite la televisión cuando llega. La fosa se vuelve más real que lo que ocurre alrededor.

Sorprende que el trío de directores haya sido capaz de unificar el estilo de la puesta en escena; desde las secuencias frenéticas de la primera parte, el ritmo se torna lento, pesado y repetitivo, la parálisis de la dictadura se instala en el alma de los protagonistas, como si cada director se hubiese hecho cargo de cada dimensión del espacio confinado. En esa concentración de lugar, la cámara se mueve de manera precisa, trasmite asfixia y abre ventanas como el sueño y la fantasía; La trinchera infinita sostiene un solo propósito, aparentemente, el de transmitir la experiencia física del encierro, la prisión como única forma de sobrevivencia, la sensación de enterramiento.

Cuando un tema se explora tan a fondo, la metáfora impone sus propios códigos e imágenes; si la reclusión se vuelve opción de vida, y salir, la libertad, es correr peligro de muerte, el mundo se reduce. El título de la película nombra ya esta forma de oxímoron, condensa tiempo y espacio en la palabra infinito; el estilo de la dirección, una especie de barroco minimalista.

La gran historia, la catástrofe de la guerra y la derrota, se intrincan en el cuerpo y el alma de esta pareja, ella más heroica que él, que está paralizado por el miedo... las relaciones de poder, el autoritarismo de la dictadura, la humillación del cuerpo femenino, y de ahí la feminización como signo de castración del hombre que tiene que utilizar vestimentas de mujer, pues sería sospechoso en el pueblo si la viuda comprara ropa de señor.

Y el hijo que crece durante el franquismo y que no sabe cómo respetar a un padre que no tiene un lugar en la sociedad.

Artículo publicado el 7 de febrero en la edición 2310 de la revista Proceso, cuya edición digital puede adquirir en este enlace.

 

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